"Somos agora estudiantes": los humanistas y las clases dirigentes


Como ocurre con todos los grandes procesos históricos que tienen una influencia de siglos, el hecho de que el Renacimiento se desarrollara en las ricas ciudades italianas en los últimos decenios de la Edad Media, y posteriormente en las no menos acaudaladas del norte de Europa, no es, desde luego, fruto de la casualidad. Aunque es demasiado determinista hablar de una cultura urbana y burguesa en estas zonas de Europa, no deja de ser cierto que en estos lugares se combinaba una tangible expansión económica con un mayor grado de urbanización. Génova y Venecia, ellas solas, controlaban la mayor parte del comercio del Mediterráneo oriental. Y aunque no llegaban a los 100.000 habitantes a comienzos del siglo XV, Florencia (la ciudad más rica del norte de Italia a partir de sus telas, su banca y su comercio con Levante) y Milán eran grandes centros manufactureros y de distribución. Tampoco es casualidad que los Médicis, grandes banqueros, fueran los mayores mecenas de la ciudad. Los demás grandes magnates, con inmensas fortunas de origen mercantil o financiero, queriéndose asegurar su salvación eterna, invirtieron nada desdeñables sumas de dinero en arte religioso.

No hay nada mas que acudir a la clásica Historia de Italia del gran humanista e historiador contemporáneo Francesco Guicciardini para colegir que, por mucho que pudiera exagerar sus tintes, era clara esa gran prosperidad transalpina a la altura de 1490. Como mínimo, aunque fuera incierta, esa era la sensación que había en el ambiente, que viene a ser todavía más importante n el contexto que estamos hablando que la propia realidad:

"Italia nunca había sentido tanta prosperidad. Ni había experimentado una situación tan deseable como era aquella en la que seguramente descansaba el año de la salvación cristiana de 1490 y de los años que le precedieron o siguieron. Porque Italia, en suma paz y tranquilidad –cultivada no menos en los lugares montañosos y más estériles que en las llanuras y regiones más fértiles–, no estaba sometida al imperio más ques us mismos hombres y era abundantísima en habitantes, en mercancías y en riquezas. Brillaba por el lustre y la magnificencia de muchos príncipes, por el esplendor de muchas nobilísimas y bellísimas ciudades, y por la sede y la majestad de la religión. La adornaban hombres eminentísimos en la administración pública e ingenieros muy nobles en toda clase de ciencias, bellas artes e industria. Tampoco carecía de la gloria militar, según la usanza de la época. Estaba, en fin, adornada de tantas dotes de las que merecidamente había adquirido forma y nombre ante las naciones".

Se viene diciendo desde hace ya tiempo que el humanismo florentino estaba muy ligado a la sociedad aristocrática y la vida urbana. En su recurrida enciclopedia sobre el renacimiento italiano, J. R. Hale remarcaba que aquel humanismo se distinguía por su carácter laico, urbano y civil, y que se relacionaba directamente con el mundo de la ciudad y con los valores y opciones políticas de la aristocracia económica dirigente. Pero no solo de las altas capas de la nobleza. Las grandes fortunas burguesas, e incluso una clase media emergente, cada vez con una educación mayor, empiezan a apoyar esta cultura que reivindica de una forma tan directa lo laico. Por lo que se refiere a las ciudades alemanas, su aristocracia mercantil se preocupó por introducir y difundir los nuevos saberes humanísticos. Un ejemplo claro de esta tendencia es la familia Pirckheimer de Núremberg, que envío a sus hijos a estudiar más allá de los Alpes. Uno de ellos, Willibald Pirckheimer (1470-1530), antes de entrar en el consejo de la ciudad y de reformar activamente allí su sistema educativo, había estudiado en las universidades de Padua y Pavía. Fue un gran mecenas (apoyó al propio Durero, entre otros) y, aplicando sus conocimientos de griego, llegó a traducir él mismo a Tucídides, Aristóteles, Plutarco…

Otros ejemplos claros los tenemos en Augsburgo, donde las grandes estirpes de ricos mercaderes de los Fugger y los Welser llevaron a cabo también una importantísima labor de mecenazgo, patrocinando a artistas y literatos. Ante este panorama, y como consecuencia de él, va a ser fundamental la confianza en sí mismos de los hombres de éxito para que calaran las ideas humanistas. Contrariamente a la situación de postración de la llamada crisis del siglo XIV, se puede apreciar ahora, a partir de la segunda mitad de la siguiente centuria, que una nueva fuerza arranca del interior de estos hombres, que les permite una independencia de criterio y de acción que no tiene por qué ajustarse al estricto catolicismo imperante.

Se ha subrayado también la importancia de la estructura política de las ciudades italianas para que se desarrollara en ellas el Renacimiento. Eran un conjunto de múltiples e importantes ciudades-estado con un sentido cívico y un orgullo comparable al de aquella Roma republicana que propiciaba la emulación de sus costumbres y sus valores. Había una inclinación bastante difundida en el Renacimiento de llevar a cabo grandes obras de arte para mayor gloria de los hombres eminentes de la ciudad. El diseño que hiciera Alberti del templo de Malatesta en Rímini, por ejemplo, pretendía rivalizar nada menos que con el Panteón de Roma. Como también lo hacen hoy en el sentido histórico y de patrimonio cultural, las ciudades italianas deslumbraban a quienes acudían a ellas a partir de las excelsas representaciones culturales que derrochaban de una forma tan generosa. No cabe duda de que los forasteros salían casi aturdidos ante la magnificencia cultural de una Florencia o una Roma, por poner solo los ejemplos más sobresalientes. Todo este nivel económico y cultural, junto al espíritu cívico y de conciencia de pertenecer a una determinada comunidad urbana que tenía sus propias señas de identidad (política, pero también en muchos otros órdenes), fue fundamental para el desarrollo del espíritu renacentista. Pero, si bien este sentimiento era más o menos generalizado, las clases pudientes, políticas y económicas, tuvieron un papel fundamental. La proporción entre los primeros tiempos de humanismo de gentes de dinero y de clases altas era muy abultada. Eran hombres de gran influencia, que pertenecían a la oligarquía dirigente, como el propio Alberti, de mucho prestigio y de posición envidiable, que marcaban con sus conductas claramente un caminoa seguir.

Y estas capas pudientes de la sociedad vieron pronto que la nueva cultura que subrayaba lo laico, y aun lo mundano, tenía mucho que ofrecerles. Entre otras muchas cosas, un nuevo protagonismo basado en su relación con la cada vez más ensalzada nueva cultura. El hecho de que la asimilaran sin reservas y la difundieran con su enorme influencia no es, ni mucho menos,un fenómeno menor.

Así, se llegó pronto a la situación de que el prestigio y las mayores cotas de estimación ajenas venían del campo de los studia humanitatis y, entre otros, ya el rey Alfonso el Magnánimo (1396-1458), por ejemplo, se dio cuenta claramente de ello. El humanismo no era solo una escuela de erudición, sino también instrumento político para los gobernantes, todo un estilo de vida –envidiable– para los grandes señores. En el caso de Alfonso era obvio que le convenía especialmente porque le permitía tener una aureola de prestigio –entre otras cosas, siendo extranjero– y de legitimidad en el gobierno de Nápoles, y así ganarse un gran reconocimiento y estar rodeado de los mayores humanistas de su tiempo.

Se va pasando así de una falta de consideración de los estudios para que el noble alcance las más altas cualidades que se esperan de él (se llega a decir incluso que los nobles, a quienes importaban más los blasones que la virtud, debían ejercitarse en la guerra y en el mundo cortesano, sin mayores distracciones como la dedicación a las letras) a la situación justamente contraria. El humanista español Francisco Decio cargaba en Valencia contra quienes atacaban el cultivo de las letras argumentando que no convenían al noble. Con hermosos párrafos a favor del cultivo de la cultura, que permite a los hombres convertirse en una especie de semidioses, en una de sus prolusiones –especie de lecciones de apertura de curso universitario– decía que los nobles debían perseguir el perfeccionamiento que las letras procuran. Si el caballero alardea de poseer cuanto desea, Decio proclama que nada se tiene cuando no se tienen las letras, mientras que con ellas se tiene todo. Esta nueva consideración de la trascendencia cultural se va a revelar, pues, como fundamental. Sobre todo teniendo en cuenta el inevitable efecto imitativo de las prácticas humanistas por parte de la aristocracia y la consideración de que el humanismo era un elemento del modo de vida aristocrático. Estar a la moda en los aspectos culturales, una vez considerados como constituyentes de la virtud humana, implicaba un prestigio de clase que, desde luego, los nobles no iban a dejar escapar.

Evidentemente, los humanistas tuvieron especial cuidado en no quitar su idea a los aristócratas que los apoyaban de que las humanidades eran la cultura más elevada, además de guardarse mucho de enfrentarse con ellos. Más bien hacían, como era lógico, todo lo contrario, y ahí están, sin ir más lejos, los múltiples prólogos, entre los también múltiples ejemplos de esta mecánica de favores, dedicados a los poderosos por los grandes autores de este tiempo. Entre los casos que se podrían traer a colación, bien significativo de todo esto es que el propio emperador Maximiliano de Austria permitiera el acceso a la nobleza al humanista polaco Juan Dantisco por sus excelentes composiciones de poesías en latín.

Esta es una de las principales razones por las que los intelectuales y creadores del humanismo van a triunfar: porque en estos cada vez más prestigiosos grupos, entre ellos y las clases dirigentes se produce un efecto recíproco de alimentación. Muchos de los poderosos se convirtieron en auténticos padrinos que permitieron que se hicieran efectivas las propuestas de los humanistas de recuperación de los clásicos y cultivo de las letras, que se asentaron –en gran medida por este apoyo económico y social– en el horizonte cultural de la época que, como se ha visto, llegó a marcar la propia época: el Renacimiento. Estamos completamente de acuerdo con Francisco Rico cuando afirma que, sin los poderosos –sin el establishment, dice–, “el humanismo se habría quedado, por a disgusto que fuera, en otra escuela de pensamiento, en una tendencia actual más”, y para ilustrar el efecto imitativo que esto hacía en los demás grupos sociales, cita el tan significativo como interesante ejemplo de Juan de Lucena cuando, refiriéndose a Isabel de Castilla, decía: “Estudia la reina: somos agora estudiantes”.

David García Hernán, Humanismo y sociedad del Renacimiento. Síntesis, Madrid,  2017, pp. 40-44.