La dignidad humana, según Manetti


Sólo el tratado de Giannozzo Manetti sobre la dignidad y excelencia de la naturaleza humana (De dignitate et excellentia hominis, 1452) puede entenderse como una confutación de las tesis del papa Inocencio III y, en general, de la tradición penitencial cristiana, y es en esta obra donde, por vez primera, la miseria y la dignidad parecen plantearse como temas excluyentes y contradictorios.

Antonio da Barga y Fazio dicen complementar el De miseria de Inocencio III. Manetti, en cambio, proyecta una extensa exposición, en tres libros, de las perfecciones del hombre en cuerpo y alma, en ingenio, industria y ordenación social, y dedica un cuarto y último libro a refutar a cuantos escribieron sobre las miserias de la condición humana («in quo libro confutaremus que a pluribus idoneis auctoribus de laudatione et bono mortis et de miseria humane vite conscripta fuisse intelligebamus, quoniam illa nostri quodammodo adversari et repugnare non ignoramus»).

El tratado no completa, sino que contesta abiertamente, la tradición cristiana y sapiencial, veterotestamentaria, pero también la pagana de las consolaciones o la patrística al modo de San Ambrosio (autor, por cierto, de un De bono mortis). El elogio del hombre acude también, ciertamente, a fuentes cristianas, pero no a las fuentes escolásticas de Antonio da Barga -o a las Sentencias de Pedro Lombardo- sino a los hexamerones, y, sobre todo, a la obra de Lactancio, De opificio hominis, que se revelará (como en el Diálogo de la dignidad del hombre de Pérez de Oliva) como una fuente capital de argumentos e imágenes para el elogio del cuerpo y del alma del hombre, de su capacidad para la invención de instrumentos y herramientas y para ordenar y transmitir el conocimiento en artes y disciplinas. Junto a Lactancio, la antropología estoica encuentra en la obra de Manetti un lugar capital: del De natura deorum de Cicerón -que ya había leído Lactancio con aprovechamiento- proviene la celebración exaltada de los bienes que posee el hombre, y de su deleite en la contemplación de la hermosura de las cosas del mundo. De ambos, de Cicerón y Lactancio, el elogio de las manos -que ejercen las obras de la inteligencia-, de las implicaciones teológicas de la estatura erguida o de la belleza de las proporciones del cuerpo desnudo. Como hombres se atrevían los hombres a representar a los dioses, incapaces de concebir una más bella fábrica, dice Manetti: es excelente y digno y admirable el cuerpo mortal y corruptible del hombre, y no sólo por recibir un alma celeste e inmortal, como lo era en la obra de sus predecesores.

No faltan, en Manetti, los argumentos cristianos o de la teología de la imagen (esto es, los que acuden a la creación, la encarnación y la beatitud de los salvos, a la inmortalidad del alma, a los dones de la providencia, y, en general, a la infinita liberalidad del creador para con su criatura): lo singular es que los que se esgrimen en defensa de la dignidad acaban por entenderse como opuestos a los que defienden la miseria del hombre. El libro IV del De excellentia compendia ejemplarmente lo que en el Renacimiento se suma en el vasto acápite de la tradición de miseria hominis: Manetti reúne en el mismo saco a Plinio, que había lamentado en la Historia Naturalis la fragilidad e indefensión del hombre en comparación con el resto de las criaturas, al Séneca de las consolaciones, al Cicerón del libro IV de las Tusculanas, donde se tratan las afecciones a las que está sujeta el alma del hombre, como la angustia, la aflicción o la desesperación; al Crántor del "non nasci homini optimum" y a la tradición consolatoria; al De bono mortis de San Ambrosio y al Eclesiastés y el Libro de Job, en los que abundan las reflexiones sobre la brevedad de la vida o la vanidad de nuestros trabajos y afanes. Y, sobre todos ellos, es la obra de Inocencio III la que se erige en compendio de miserias y vilezas, y, por tanto, la que Manetti elige como punto de partida para la confutación (literalmente, la elige por juzgarla más apta para su propósito dialéctico: «ad nostrum refellendi et confutandi propositum aptiora fore putabamus», IV, 18).

La lectura de Inocencio III ha cambiado aquí radicalmente respecto de Antonio da Barga y Fazio, que completaban el díptico inconcluso, y también respecto de Petrarca, que no negaba la miseria (a pesar de que, efectivamente, contraponía ya, de forma dialécticamente débil, la antropología epicúrea a la estoica y cristiana). Manetti entiende que la refutación de Inocencio encierra un ideal de vida, que la defensa de las deleitables y óptimas condiciones de la naturaleza humana permite una existencia más alegre y feliz en este mundo, y no sólo el merecimiento de los bienes ultraterrenos. No sólo el alma, sino también el cuerpo es fuente de felicidad: es placentero dormir, descansar, refrescarse, comer y beber, y son aún más extremos los placeres del amor y la cópula. La vida es breve, pero su tiempo basta para vivir con felicidad, con virtud, con aprendizaje de disciplinas y con solaz en el trabajo. Y sólo después de tratar la felicidad del hombre en esta vida, hablará de las condiciones admirables de los cuerpos glorificados, y de la felicidad eterna en la contemplación de Dios.

La de Manetti es, pues, la obra que de forma más decidida, copiosa y exhaustiva defiende la excelencia de la naturaleza humana, en todos los aspectos de la vida y en todas las operaciones del hombre. Y la celebra por encima de lo que hará posteriormente, con argumentos teológicos y escolásticos, Giovanni Pico della Mirandola, que se ocupa, en lo fundamental, del alma, sin referencia alguna -o, en todo caso, no más que fugaz- a la dignidad del cuerpo, de las disciplinas, o de la parte mortal, ponderosa y perecedera del hombre.

María José Vega, Miseria y dignidad del hombre en el Renacimiento: de Petrarca a Pérez de Oliva. Texto completo en este enlace.