El Renacimiento había levantado vientos de novedad en todo el mundo occidental. Es obvio que la filosofía no pudo substraerse del todo a esos aires nuevos. Claro que, al mismo tiempo, es también reconocido que el Renacimiento no fue especialmente creador en el terreno del pensamiento filosófico, con las lógicas excepciones que hay que yuxtaponer a esta afirmación general. El hecho es que el Renacimiento, al lado de una cultura libresca, que releía, apostillaba y comentaba los libros de la antigüedad, significó una vuelta a la naturales que fue una vuelta vital y cultural al mismo tiempo: al lado de los libros está la realidad de las cosas, y tan importante como estudiar los libros, es estudiar la realidad misma.
Pues bien, ésta es la perspectiva desde la que hay que leer y entender bastantes de las afirmaciones de Francisco Sánchez en su Nihil scitur y, sobre todo, la reiterada promesa de que. tras este libro de carácter eminentemente propedéutico, nos explicaría su filosofía verdadera en una obra cuyo título es en sí mismo un imperativo de atenencia a la realidad: Examen rerum. Por fin, en un autor que va a pasar a la historia como representante del escepticismo hubo de tener por fuerza una indeclinable influencia la puesta en circulación de algunas obras clásicas del escepticismo antiguo. Nos estamos refiriendo concretamente a las Hipotiposis Pirrónicas de Sexto Empírico y a las Académicas de Cicerón.
Apenas conocidas durante la baja Edad Media en deficientes traducciones latinas, las Hipotiposis llegaron a Italia en su idioma original en en el siglo XV. En 1562 Henry Estienne saca a luz una primera e importante traducción latina completa, seguida en 1569 de una edición completa en latín de las obras de Sexto Empírico, debida a Gentian Hervet, reeditada en el año 1601. Desde Pico della Mirandola hasta la Apología de Montaigne y las obras de Agrippa von Nettesheim se puede rastrear en diversos autores una creciente presencia de las tesis pirrónicas de Sexto, tesis que llevan a un inconformismo con las tradiciones filosóficas y a una despiadada revisión de los criterios de verdad y de certeza. Por otra parte, las doctrinas de Sexto encontraban confirmaciones y alianzas en un autor siempre leído, Diógenes Laercio, quien se había hecho cargo de algunas de las principales tesis del escepticismo helenístico. Pero, sin duda, la otra fuente histórica básica del movimiento escéptico al que pertenece Francisco Sánchez son las Académicas de Cicerón. Escritores, teólogos y filósofos fueron frecuentes y, en algunos casos, asiduos lectores de la obra ciceroniana, cuyos ecos se multiplican a lo largo del en y primera mitad del XV. Toda esta documentación escéptica trajo consigo una radical desconfianza en el conocimiento especulativo y racional, acompañada de un generalizado descrédito de aquella filosofía que se había considerado a sí misma como un edificio severamente racional: el escolasticismo aristotélico. La acusación fundamental era la de dogmatismo, y en la huida de ese dogmatismo se acababa en el escepticismo, no raras veces acompañado por o disimulado bajo la capa de fideísmo. No en vano se dan curiosas imbricaciones entre los planteamientos escépticos y las encendidas polémicas teológicas en que se enzarzaron protestantes y católicos.
Es posible que, para contar con las coordenadas mínimas que faciliten una lectura comprensiva del contenido y del trasfondo del Quod nihil scitur, deba sumarse a los factores enumerados una referencia a la formación científico-médica de nuestro autor e incluso a su ejercicio profesional como docente de la medicina y como ejerciente de la misma. La finura de observación certificada por sus minuciosas descripciones, el rechazo de la especulación abstrusa, la atenencia a los datos reales, el rigor en diagnosticar los problemas... pueden ser testimonios de un realismo y acribia que se deben más a una mentalidad propia de un saber positivo que a los juegos de disquisiciones lógico-metafisicas en que tendía a perderse la filosofía enseñada por aquel entonces.
El autor al que, modélicamente, hay que dirigir la mirada cuando se estudia el escepticismo de esta época, sobre todo el francés, es Montaigne. Su filosofía viene a ser como un humanismo renacentista tardío que se vive a sí mismo en desencanto teórico y en una especie de resignación vital que bascula hacia un cieno pesimismo, sofrenado por la fe y por las realidades de la vida. Ese escepticismo de Montaigne, casi siempre más sugerente que temático y con frecuencia más insinuante que riguroso, contó con el vehículo de un estilo brillante, fino. si bien demasiado recargado de tanta erudición y acompañamiento de citas textuales que, a veces, degenera en farragoso. Sin duda el hecho de que los Ensayos estén redactados en una lengua vulgar (el francés) ayudó a una más rápida difusión de la obra.
¿Hubo algún tipo de relación entre Montaigne y Francisco Sánchez? La pregunta no es puramente retórica. Se cuenta con el hecho de que el filósofo tudense es sólo diecinueve años menor en edad que Montaigne. Y otro dato que puede ser todavía más interesante: entre Montaigne y el español había un parentesco por línea materna, procedente, en concreto, de una familia López hispano-judía, oriunda de Aragón, región de la que, casi con toda seguridad, se había trasladado a Galicia la familia Sánchez. Todavía cabe acumular otros factores que denotan una relativa sincronía: por ejemplo, Que nada se sabe se publica en 1581, sólo un año más tarde que la primera edición de los Ensayos de Montaigne y. cuando por el 1576 Sánchez estaba escribiendo su obra, Montaigne redactaba la Apología. Pero, a pesar de todas estas circunstancias. carecemos de datos fidedignos que nos permitan asegurar alguna influencia de cualquiera de ellos sobre el otro. Encontramos, por supuesto, muchas ideas comunes: inestabilidad del lenguaje, deficiencia de los sentidos, continuos cambios de la naturaleza humana, etc. Pero todo esto no tiene nada de extraño, dado que los dos filosofan en la misma época, dentro del mismo contexto y, sin duda, impulsados por estímulos semejantes. Ahora bien, al lado de estas semejanzas, también hay notables diferencias, tanto metodológicas como temáticas. En la obra de Sánchez transparece el profesor que pretende ser riguroso. mientras que en Montaigne se descubre, más bien, el escritor intimista. Por ello, contando con la identidad de muchos temas, hay bastante divergencia de tratamiento.
(S. Rábade, prólogo a Quod nihil scitur. CSIC, Madrid, 1982, pp. 9-11)