Lorenzo Valla: por la filología a la restauración nacional
Una de las obras que mayor impacto ejercieron en su momento sobre los hombres del Renacimiento fueron las Elegancias de la lengua latina, de Lorenzo Valla, un simple manual filológico acerca del correcto uso de dicho idioma. Puede parecer un tanto sorprendente que un libro en apariencia destinado a los eruditos pudiera transformar hasta tal punto la sociedad de su época, que bien puede hablarse de un giro copernicano; pero es que el propósito último del autor no era tanto (aunque también) depurar un instrumento que él consideraba adecuado para una función concreta, la investigación histórica y literaria, sino defender todo un legado cultural, el de la Roma clásica, y animar a sus contemporáneos a restaurar el orgullo de un país. Con ello, el humanismo daba un primer paso hacia la consolidación de la filología como una herramienta que, buceando en el pasado con criterios sólidos, podía aportar al presente pistas para conducirse hacia el futuro de manera adecuada. Reproducimos un amplio fragmento del primer prefacio a las Elegancias, en el cual se perciben con claridad las connotaciones nacionales que imprime Valla a su proyecto. Pueden leerse los seis prefacios completos en este enlace.
Muchos pueblos tienen, como casi única ley, la lengua de Roma; en Grecia, siendo una, lo que resulta vergonzoso, no hay una sola lengua, sino muchas, tantas como facciones en una república. Los extranjeros convienen con nosotros en la lengua; los griegos no pueden ponerse de acuerdo entre ellos sin que tengan la esperanza de convencer al otro de que hable en su lengua. Sus escritores se expresan en modalidades diferentes: en ático, en eólico, en jónico, en dórico, en una koiné; los nuestros—es decir, los de muchas naciones—no hablan sino latín. En esta lengua se tratan todas las disciplinas dignas de un hombre libre, que los griegos, en cambio, exponen en multitud de lenguas. ¿Y quién ignora que los estudios y las disciplinas florecen cuando la lengua posee vigor y se marchitan cuando aquella decae? ¿Quiénes han sido en verdad los filósofos, los oradores, los juristas y, finalmente, los escritores más destacados sino aquellos que se esforzaron al máximo en expresarse correctamente? Pero el dolor me impide añadir más y me lacera y me empuja al llanto, viendo desde qué altura y cuán bajo ha caído la facultad de la lengua. ¿Qué literato, qué amante del bien común refrenará las lágrimas viéndola en el mismo estado en el que un día estuvo Roma ocupada por los galos? Todo saqueado, incendiado, asolado, apenas permanece en pie el Capitolio. Hace ya siglos que no solo no se habla latín, sino que para colmo casi no se comprende leído. Como resultado, los estudiosos de la filosofía no entienden a los filósofos, los abogados a los oradores, los leguleyos a los jurisconsultos, y los restantes lectores no han entendido ni entienden los libros de la Antigüedad, como si tras la caída del imperio romano ya no fuera apropiado ni hablar ni saber latín, dejando que el descuido y la herrumbre apaguen aquel esplendor de la latinidad.
Los hombres prudentes han hallado diversas explicaciones para este hecho, sobre las que yo no me atrevo a pronunciarme claramente acerca de si son las adecuadas o no; ni tampoco sobre por qué razón las artes que están próximas a las liberales, como la pintura, la escultura y la arquitectura, después de haber sufrido un declive tan prolongado que parecían casi tan muertas como las mismas letras, ahora remontan y renacen, y si florecerá una cosecha tan abundante de obras artísticas como de hombres de letras. Ciertamente, tanto cuanto fue infeliz el tiempo pasado, en el que apenas se encontraba un hombre docto, tanto más debemos congratulamos de nuestra época, en la cual, con un poco más de esfuerzo, confío en que pronto restauraremos la lengua de Roma mejor aún que la ciudad, y con ella todas las disciplinas. Por ello, por mi amor a la patria, que se extiende a la humanidad entera, y por la magnitud de la empresa, quiero exhortar y convocar en voz alta a la comunidad de los estudiosos de la elocuencia y, como suele decirse, tocar a batalla. ¿Hasta cuándo, oh ciudadanos romanos (así llamo a los literatos y a los que cultivan la lengua latina, porque ellos solos y verdaderamente son quirites, verdaderos poseedores de la ciudadanía; los demás, en todo caso, habría que llamarlos mejor emigrantes), hasta cuándo, digo, oh quirites, dejaréis en mano de los galos vuestra ciudad, a la que no llamaré sede del imperio, mas sí madre de las letras? Es decir, ¿hasta cuándo permitiréis que la latinidad permanezca oprimida por la barbarie? ¿Hasta cuándo asistiréis con ojos indiferentes y casi impíos a esta completa profanación? ¿Hasta que no queden ya sino los restos de los cimientos? Alguno de vosotros escribe libros de historia: eso es como residir en Veyo. Otro traduce del griego: eso es como vivir en Ardea. Otro compone oraciones, otro poemas: eso es defender el Capitolio y la ciudadela. Empresas ilustres, cierto, y merecedoras de no pocos elogios, pero de este modo no se expulsa al enemigo, no se libera a la patria. Camilo es quien ha de ser imitado; el que, como dice Virgilio, devuelva las insignias a la patria, restableciéndola. Su valor sobrepasa tanto al de los demás que sin él no podrían salvarse los defensores del Capitolio, Ardea o Veyo. Así ocurre ahora, y los restantes escritores se verán no poco socorridos por aquel que componga alguna cosa en latín.
Yo, en lo que me toca, imitaré a Camilo. El me da ejemplo: reuniré cuantas fuerzas tenga para formar un ejército al que guiaré contra el enemigo tan pronto como pueda; yo marcharé en primera fila para animaros. Luchemos, os lo ruego, en este honorabilísimo y bellísimo combate; y hagámoslo para rescatar a la patria de los enemigos, pero también para ver quién sobrepuja a Camilo en la batalla. Bien difícil resulta, es verdad, destacar como él destaca, en mi opinión el mayor de todos los generales, llamado con toda justicia el segundo fundador de Roma desde Rómulo. Esforcémosnos cuantos podamos en esta empresa, para que al menos entre muchos consigamos lo que uno solo logró. Con todo, deberá llamarse legítima y verdaderamente Camilo quien la lleve a cabo con éxito. De mí solo puedo afirmar que, como no creo que llegue a alcanzar tal meta, he escogido la parte más difícil y la región más árida con el fin de impulsar a los demás a que persigan esta tarea con mayor ligereza. Así pues, estos libros no contendrán nada de lo que los restantes autores han tratado, al menos aquellos que nos han llegado hasta ahora. Y con esos buenos augurios, demos comienzo a nuestra obra.