Tomás Moro, defensor de la fe
El año en que Tomás Moro pasó a formar parte del Consejo del Rey, Martín Lutero, profesor de teología en Wittenberg, lanzó un desafío a las pretensiones del papa, que iba a llevar a la mitad de Europa a rechazar la autoridad papal. La causa de su protesta fue la proclamación de una indulgencia a cambio de contribuciones para la construcción de la gran basílica nueva de San Pedro en Roma. El ofrecimiento de una indulgencia —es decir la remisión del castigo debido al pecado— era y es una parte normal de la práctica católica romana; pero esta indulgencia en particular fue promovida de manera tan irregular y ávida de dinero, como para ser un escándalo aun para las laxas normas católicas de la época. Pero los ataques de Lutero a las prácticas católicas pronto fueron mucho más allá de las indulgencias. Para 1520 se había puesto en duda la validez de cuatro de los siete sacramentos de la Iglesia, arguyendo que sólo el bautismo, la eucaristía y la penitencia estaban autorizados por los Evangelios. En su obra De la libertad del cristiano planteó su doctrina cardinal: que lo único que el pecador necesita es la justificación por la fe o la confianza en las mercedes de Cristo; sin esta fe todo es en vano, con ella todo es posible.
Enrique VIII vio con horror los escritos de Lutero y sus funcionarios quemaron varios de sus libros en Saint Pauls Cross. Ayudado sin duda por varios eruditos ingleses, el rey publicó Afirmación de los siete sacramentos, refutando la doctrina luterana. Moro estaba entre los que lo ayudaron, aunque, según su propia versión, sólo en una corrección menor. La obra ofrecía un punto de vista muy exaltado de la autoridad papal y Moro creyó necesario hacer una advertencia.
"Debo recordar una cosa a Vuestra Majestad, que es esta. El papa, como bien sabéis, es un príncipe como vos mismo, y aliado con todos los otros príncipes cristianos. Puede suceder más adelante que Vuestra Majestad y él discrepen sobre algunos puntos de la alianza, de donde surgirá una brecha en la amistad y la guerra entre vosotros. Creo que es mejor, por lo tanto, que esa parte sea corregida y que su autoridad sea tratada de manera más delicada.
No, eso no será —dijo Su Majestad—. Estamos tan obligados a la sede de Roma que no podemos hacer lo suficiente para honrarla".
Por cierto, el papa León X estaba muy complacido con la obra. En agradecimiento, designó a Enrique Fidei Defensor (defensor de la fe): un título que todavía aparece en las monedas de los sucesores de Enrique.
Martín Lutero dio respuesta con un panfleto despectivo y vituperante. Responder en persona hubiera estado por debajo de la dignidad de Enrique, y Moro fue comisionado para escribir una respuesta bajo un seudónimo. Moro escribió su réplica en un latín verboso y truculento, sólo un poco menos violento que el de Lutero. El tono de esta obra puede ser ilustrado en su nivel más bajo, con el siguiente ejemplo, en el cual la traducción de sor Scholastica Mandeville ha conservado bien el sabor del original.
"Ya que él ha escrito que tiene el derecho prioritario de difamar y deshonrar la corona real, ¿no tendremos nosotros el derecho más tarde de proclamar que la lengua emporcada de este practicante de posterioridades es la más indicada para lamer con la parte anterior el mismo trasero de una mula meona, mientras no aprenda correctamente a inferir conclusiones posteriores de premisas anteriores?"
Erasmo fue convencido, igual que Moro, de que escribiera en defensa de la enseñanza tradicional: su obra Diatriba sobre el libre albedrío atacaba la afirmación de Lutero de que el hombre no es libre de elegir por sí mismo entre el bien y el mal. Lutero respondió con un tratado sustancial, De servo arbitrio. Moro escribió en 1526 una carta en latín sobre temas similares en respuesta a la Carta a los ingleses de un panfletista luterano.
Las ideas de Lutero comenzaron a ser bien acogidas en algunos lugares de Inglaterra. Nadie sabia esto mejor que Moro, pues su yerno Roper, como Harpsfield nos dice, fue uno de los primeros en seguir la nueva moda. La lectura de las obras de Lutero lo convenció de que “sólo la fe justificaba, que las obras del hombre carecían de validez y que, si el hombre podía creer por una vez que Jesucristo nuestro Salvador había derramado su preciosa sangre y muerto en la cruz por nuestros pecados, esta misma creencia sería suficiente para nuestra salvación”. Comenzó a creer que todas las ceremonias y todos los sacramentos utilizados por la Iglesia eran vanos. Tal era su entusiasmo por la herejía, se nos dice, que “no estaba contento con susurrarlo en secreto, sino sediento por publicar su nueva doctrina y divulgarla, y se creía el indicado para hacerlo, aunque fuera en Paul’s Cross”.
[...] Tunstall invitó a Moro a escribir en inglés contra Lutero y Tyndale, de tal modo que los argumentos en favor de las doctrinas tradicionales pudieran ser leídos no sólo por los eruditos sino también por el público, que era ávido lector del Nuevo Testamento vernáculo. El primer resultado de esto fue el Diálogo sobre las herejías, que fue impreso en 1529 y, ligeramente revisado, en 1531. Como es la obra antiherética mejor escrita de Moro, podemos considerarla buen ejemplo de toda su obra. Está estructurada en forma de diálogo, en el jardín en Chelsea, entre Moro y un mensajero que le es enviado por un amigo “muy piadoso” para informarle cómo gente ignorante está poniendo en duda las doctrinas tradicionales y murmurando acerca de la supresión de herejes por parte del clero. El diálogo considera en particular los alegatos de los herejes de que la veneración de imágenes es idolatría y de que son vanas la oración y las peregrinaciones dedicadas a los santos. Contiene una interesante defensa hecha por Moro de las versiones vernáculas de la Biblia (de las que desconfiaban muchos clérigos conservadores). El cuarto libro puede ser considerado, en detalle, como una muestra de la obra.
El mensajero, al comienzo del cuarto libro, expresa la opinión de que la única razón por la que el clero proscribe las obras de Lutero es que “temen que los legos puedan leer en ellas las faltas de los sacerdotes”. Nada de esto acepta Moro.
Si ahora fuera dudoso y ambiguo el que la Iglesia de Cristo estuviera o no estuviera en la correcta regla doctrinaria, entonces sería muy necesario dar a todos un buen público que pudiera —y lo hiciera— discutirla en favor o en contra, con el fin de que, si estuviéramos en el camino errado, pudiéramos abandonarlo y caminar por otro mejor. Pero ahora, por otro lado, si fuere (como de hecho lo es) que la Iglesia de Cristo posee ya la verdadera doctrina y es tal que san Pablo de igual manera no daría oídos a un ángel del cielo que dijera lo contrario, ¿qué sabiduría habría de mostrarnos ahora tan desconfiados y vacilantes que en nuestra busca, ya fuera nuestra fe falsa o verdadera, diéramos oídos, no a un ángel del cielo sino a un estúpido baile, a un apóstata, a un libertino abiertamente incestuoso, a un simple instrumento del diablo y a un manifiesto mensajero del infierno?
Amonestar a un clero pecaminoso no basta para proscribir un libro: las obras de muchos santos padres del pasado están llenas de tales reproches. Es suficiente repasar las doctrinas de Lutero para ver que son herejías abominables. “Comenzó con las indulgencias y con el poder del papa, negando, por último, que cualquiera de los dos tuviera efecto alguno. Al poco tiempo, para demostrar el buen espíritu que lo impulsaba, negó los siete sacramentos, menos el bautismo, la penitencia y la eucaristía, diciendo sin ambages que todos los restantes no eran sino cuestiones simuladas y sin ningún efecto". Lutero considera malos incluso los sacramentos que conserva. El valor del bautismo es degradado por la doctrina de que la fe basta por completo. En la eucaristía, Lutero enseña, en contra de la doctrina católica de la transubstanciación, que el pan y el vino permanecen unidos con el cuerpo y la sangre de Cristo. En el sacramento de la confesión eliminó la presencia del sacerdote; todo hombre y mujer puede oír la confesión y dar la absolución. “Virgen Santísima —dice el mensajero—, esto sería una manera fácil". Le disgusta la mayoría de los confesores con sólo verlos, “pero si pudiera, siguiendo a Lutero, ser confesado por una bella mujer, no dejaría de confesarme cada semana”.
Moro especifica las “otras herejías salvajes” de Lutero: que todas las almas de los hombres yacen quietas y dormidas hasta el día del Juicio Final; que nadie debería rezar a los santos, ni guardar reliquias sagradas, ni hacer peregrinaciones ni reverenciar las imágenes. También enseña que ningún hombre tiene libre albedrío y que no puede entonces hacer nada, ni aun con la ayuda de la gracia; que todo lo que hacemos, bueno y malo, no lo hacemos por nosotros mismos sino que sólo aceptamos que Dios obre todo, bueno y malo, en nosotros, igual que la cera se convierte en imagen o en vela por la mano del hombre, sin hacer nada ella misma.
En su Diálogo, Moro no ofrece muchos argumentos teológicos contra la doctrina de Lutero. Más bien ataca los motivos y la conducta de Lutero y sus discípulos. Lutero mira a la Iglesia “a través de unos lentes malignos de ira y envidia”; es impulsado por “la picazón y las cosquillas de la vanidad y la vanagloria” que lo apartan de su mente y su memoria”. Siempre es inconstante: a veces apela a un concilio general y en otro rechaza por completo la autoridad conciliar; a veces dice que ningún hombre o ángel puede hacer caso omiso de un voto hecho a Dios, y a veces que ningún voto podría comprometer en nada a un hombre. “Pero es claro que escribió lo primero por enojo y maldad hacia el papa, y luego cambió a lo segundo debido a la lujuria libertina que sentía por la monja con quien quería casarse”.
A. Kenny, Tomás Moro. Fondo de Cultura Económica, México DF, 2014, pp. 68-74.
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