En una epístola escrita en 1346, y destinada a su amigo Giovanni de Incisa comisionándole para que busque libros durante sus viajes con que surtirle, Petrarca reflexiona acerca de su nunca saciado apetito por hacerse con nuevos títulos. Se trata de un texto justamente célebre, y muy aplaudido por bibliófilos de todo el mundo, quienes se reconocen en esa sed del sabio italiano por hacerse con nuevos textos que satisfagan, aunque no colmen, unos apetitos de conocimiento con los que muchos aún nos sentimos plena e íntimamente identificados.
He aquí, hermano, un tema que no he mencionado hasta hoy, por exceso de pereza o de olvido. Si me permitís jactarme a vuestros oídos, quisiera hacerlo ahora, respecto a un asunto en el que cabría hacerlo con seguridad. La misericordia divina me ha liberado -en gran medida, aun cuando no totalmente- del fuego de casi todos los deseos humanos. Seguramente se trata de algo enviado del cielo, sea que me haya llegado por virtud natural o por el transcurso del tiempo. Las cuantiosas experiencias y la reflexión profunda me han llevado a entender, por fin, el valor verdadero de las pasiones que inflaman a la humanidad.
Mas no penséis que soy inocente de toda falla humana y dejadme añadir que me encuentro entre las garras de un deseo insaciable que, hasta ahora, no he tenido la capacidad de controlar. De hecho, ni siquiera he deseado hacerlo y he preferido exculparme con la idea de que desear objetos meritorios no puede ser demeritante en esencia. Querréis saber qué me aqueja: la respuesta está en los libros y en la imposibilidad de conseguir suficiente cantidad de ellos. Tal vez tenga más de los que necesito, mas con los libros ocurre lo mismo que con todo lo demás: la persona que los llega a encontrar es llevada por la codicia de obtener más. Los libros tienen algo especial; el oro y la plata, las joyas y las vestimentas purpúreas, los salones de mármol y los campos bien labrados, los cuadros y los caballos enjaezados, y las demás cosas de esta suerte, no pueden sino ofrecer un placer pasajero que no dice nada, en tanto que los libros pueden calentar el corazón con palabras amables y consejos, estableciendo con nosotros una relación estrecha, articulada y viva. Es más, ni uno solo de ellos se abre paso al corazón de sus lectores sin compañía, sino que cada uno da a conocer a sus amigos, de tal manera que uno despierta el deseo por otro.
Por ejemplo, Marcos Varo se convirtió en mi queridísimo amigo gracias a la Academica de Cicerón; en su De officis oí hablar de Enneo por vez primera y mi amor por Terencio nació cuando leí las Tusculanae Disputationes. Supe de los Origines de Catón y del Oeconomicus de Xenofonte gracias a De senectute de Cicerón, y también en De officis leí la traducción hecha por Cicerón de éste último. Asimismo, el Timeo de Platón me introdujo a la sabiduría de Solón, en tanto que la muerte de Catón me llevó al Fedón de Platón, y al decreto del rey Ptolomeo que desterró a Hegesias de Cirenea; y me apoyé en Séneca para conocer las cartas de Cicerón, antes de posar mis ojos en ellas. Es más, San Agustín fue quien me indicó que empezara a buscar Contra superstitiones, el libro de Séneca, y Servio fue quien me habló de la Argonautica de Apolonio.
Lactancio fue el primero de entre los muchos que despertaron mi interés en los libros de la República, en tanto que Suetonio y Aulo Gelio hicieron eso mismo en tanto de la Historia de Roma de Plinio y de la elocuencia de Favorino; y el famoso epítome de Anneo Floro me inspiró asimismo a buscar los fragmentos sobrevivientes de Livio. Omito las obras más famosas, generalmente conocidas, que no necesitan que nadie hable de ellas -aun cuando, de hecho, dejan una impresión más profunda en nuestra mente cuando las apoya un testigo de calidad- como el conocido tributo a la preeminente elocuencia de Cicerón y la notable eulogía que Séneca hace a su genio en sus Controversiae, así como la descripción de Eusebio sobre el notorio don de la palabra de Virgilio, citado en Saturnalia, también el humilde tributo rendido con reverencia a la Eneida de Virgilio por el poeta Papiniano Estacio cuando manda su Tebaida al mundo con la orden de "seguir desde lejos esos pasos benditos"; igualmente famoso es el tributo que Horacio -quien, de hecho, habla por todos- rinde a Homero, el príncipe de los poetas.
No es preciso decir más, pues no terminaría si recordara todos los libros cuyos nombres me resultaron nuevos y que anoté de mis lecturas de Prisciano el gramático. Los que hallé después en Plinio, cuando joven, hace muchos años y más recientemente en Nono Marcelo, y contar las veces que han motivado que se me hiciera agua la boca. Ninguno de ellos se asombraría -volviendo al punto donde comenzó mi digresión- siendo que así se encienden nuestras mentes y son aguijonadas a la acción, al ver que cada autor actúa sobre nosotros abiertamente, al tiempo que conserva otras chispas y aguijones ocultos a los que recurre para su ayuda.
En consecuencia -aun cuando me sonrojo al admitirlo, pero he de ser franco y permitir que la verdad prevalezca- siempre he pensado que había algo más eximente, por no decir que de razón más noble, en los afanes posesivos del tirano de Atenas y del Rey de Egipto, que en los de nuestro héroe romano, y más magnificencia en los intereses de Pisistrato y Philadelphus de Ptolomeo, que en todas las riquezas de Craso, aun cuando Craso haya tenido muchos más seguidores. Mas no consentiría que Roma fuera menospreciada por Alejandría o Atenas, ni que Italia fuera desdeñada por Grecia o Egipto, así que permitidme añadir que nosotros también hemos sido afortunados en cuanto a nuestros doctos príncipes, mismos que han sido tantos que sería difícil reseñarlos, y tan dedicados a perseguir el aprendizaje que, incluso se tiene conocimiento de uno que colocó a la filosofía por arriba del poder; y se entregó, por así decirlo, no tanto a los libros, como a su contenido.
Hay algunas personas que acumulan libros, como todo lo demás, sólo por el ansia de poseerlos, sin intención de usarlos, como ornamento para sus habitaciones y no como alimento para la mente. Por citar un ejemplo: la biblioteca de Roma estaba al cuidado especial de Julio César y César Augusto, gobernantes divinos; y para el importante encargo de bibliotecario, uno de ellos designó a Marcos Varo, quien -permítaseme decirlo sin ofender a Demetrio de Falera, cuya fama es tanta entre los egipcios- no era inferior a ningún otro, por no decir, de hecho, que superior a todos; en tanto que el otro eligió a Pompeyo Macer, erudito no menos distinguido. El mismo ferviente interés por una biblioteca griega y latina animó al famoso orador Asinio Polio, de quien se dice que fue el primero en Roma en abrir una al público. Hasta entonces las bibliotecas habían sido privadas, y era imposible satisfacer el hambre de Catón por los libros, como rinde testimonio Cicerón, como tampoco lo era la pasión del propio Cicerón por adquirirlos; la prueba está en sus muchas cartas a Ático, en las que le ruega que atienda el asunto, ejerciendo gran presión sobre él, con todas las súplicas de peso, tan intensamente como os lo pido ahora.
Así pues, si resultaba aceptable que ese rico genio mendigara libros para sostenerse, ¿qué decir de mi pobre entendimiento? Me resta citar mi ejemplo supremo, uno que casi no sería creíble si el constante entusiasmo de un estudioso verdaderamente grande y su amistad con su príncipe no le dieran un tinte de verdad: se cuenta que Samónico Sereno tenía una biblioteca de sesenta y dos mil libros y que, a su muerte, pasaron todos a manos de Gordiano el joven, emperador reinante, que era su dedicado pupilo; lo que le mereció un renombre más duradero que su poder imperial.
Tal vez haya dicho todo lo anterior sencillamente para justificar mi falta y para brindarme el consuelo de saber que la comparto con hombres famosos; mas os ruego, si me amáis, buscad personas educadas y confiables y enviadlas a recorrer la Toscana, a vaciar los libreros de los monjes y todos los demás estudiosos, para ver si sale algo a la luz que sirva para saciar -o debería decir aumentar- mi sed. Conocéis bien cuáles son los lagos en los que suelo pescar y los refugios que descubro, mas, no obstante, con esta carta os envío una lista por separado de lo que quiero en particular, de tal manera que no cometáis error alguno; y para brindaros prueba de vuestro valor, os diré que he dirigido la misma petición a mis demás amigos en Inglaterra, Francia y España. Esforzaoos para que no parezca que quedáis a su zaga en diligencia y buena disposición. Con este comentario me despido de vos.
Francesco Petrarca