Erasmo de Rotterdam: el hombre libre como vicario de Dios
La imagen de los hombres del Renacimiento como individuos que pugnan por escapar de la tutela divina para erigirse en soberanos de sí mismos es errónea, y consecuencia de un concepto hegeliano de la historia como progresiva "emancipación" del sujeto en busca de su libertad absoluta e incondicionada. Por el contrario, los humanistas de los siglos XIV, XV y XVI eran hijos de su época, y en cuanto tales se querían cristianos porque se sabían en manos de un Ser más alto que ellos, bajo cuya égida se colocaban para ser mejores personas. En su Manual del príncipe cristiano, Erasmo de Rotterdam plasma en bellísimas palabras esta vocación trascendente del individuo renacentista, el cual, sin renunciar ni un ápice al ejercicio de su propia responsabilidad personal (antes al contrario), la coloca en la correcta perspectiva, que no es la de la soberanía, sino la de la fe. De este modo, las líneas que en el Manual parecen dirigidas al monarca, en realidad deben ser leídas en clave moral, como susceptibles de aludir a cualquiera de nosotros, en tanto criaturas morales dotadas de criterio y libre albedrío.
El príncipe bueno, como elegantemente dijo Plutarco, es, en cierta manera, un retrato vivo de Dios, que es, a la vez, óptimo y omnipotente, cuya bondad hace que a todos quiera beneficiar y cuya potencia le permite poder beneficiar a cuantos quiere. Y, al revés, el príncipe malo y pestífero es viva representación del demonio, que tiene mucho poder conjugado con suma malicia. Toda cuanta fuerza tiene, consúmela para perdición del linaje humano. ¿Por ventura no fue para el mundo genio del mal Nerón; por ventura no lo fue Calígula; por ventura no lo fue Heliogábalo, cuya vida no solamente fue peste del mundo, sino que todavía su memoria es objeto de la pública execración de los mortales?
Pero tú que eres príncipe cristiano, cuando oyes o lees que eres imagen de Dios, que eres vicario de Dios, guárdate de hincharte de viento vano por esa loa desaforada. Con mejor acuerdo, esta alabanza hágate más solícito en reproducir tu arquetipo, bellísimo, sin duda, pero si es muy arduo de conseguir, es sumamente oprobioso no conseguirlo.
La teología cristiana pone en Dios tres principales atributos: poder supremo, sabiduría suma, infinita bondad. Este ternario debes reunirlo en ti según fueron tus fuerzas, porque el poder sin bondad es despotismo puro, y sin sabiduría es pura calamidad, y no gobierno. Esfuérzate, pues, antes que todo, puesto caso que la fortuna te dio el poder, en procurarte el mayor caudal de sabiduría a fin de que tú, único entre todos, tengas bien conocido lo que debes desear y lo que debes evitar. Luego pon tu máximo afán en hacer el mayor bien posible a todos, porque esto es prerrogativa de la bondad. Por lo que toca al poder, sírvate principalmente para que cuanto deseas, otro tanto puedas, o mejor, que quieras más que no puedas. Y por lo que toca al dañar, cuanto más puedas, menos quieras.
Dios es amado por todos los buenos y sólo es temido por los malos, con aquel género de temor con que uno teme que no se le ocasione daño. Así que el buen príncipe a nadie debe infundir temor sino a los culpables y a los malvados, y que, a su vez, infunda esperanza de perdón a los que fueren sanables. Y al contrario, el mal espíritu no es amado por nadie y es temido de todos, singularmente porque los malos mantienen con él inteligencia. Así el tirano es, en superlativo grado, aborrecible a los mejores y nadie le es menos ajeno que el que es el peor.
Parece que atisbo esas verdades Dionisio, aquel gran santo que estableció tres jerarquías, con el fin de que lo que es Dios en los órdenes de los bienaventurados, esto mismo sea el obispo en la Iglesia, esto mismo sea el príncipe en la república. No hay cosa mejor que Él, y de Él, como de su manantial, se comunica a todos todo lo bueno que posee. Parezca, pues, inverosímilmente absurdo que la mayor parte de los males de la república rnarie de aquel lugar donde debía estar la fuente de todos los bienes.
El pueblo es revoltoso de suyo, y a los magistrados fácilmente los corrompe. Un remedio queda a fuer de áncora sagrada: el ánimo incorruptible del príncipe; el cual, si está viciado por opiniones necias o torcidas pasiones, ¿cuál puede ser la esperanza de la república?
Dios, siendo bienhechor de todos, no necesita por su parte de la oficiosidad de nadie ni de nadie reclama beneficio. Entendiéndole así, es prerrogativa de gran príncipe, fiel reflejo de la imagen del Rey inmortal de los siglos, merecer bien de todos gratuitamente o sin ninguna ambición de beneficio material o de gloria.
Dios, a guisa de hermosísimo simulacro suyo, colocó en el cielo al sol. De la misma manera colocó entre los hombres al rey como imagen visible y viva de Sí mismo. No hay cosa más de todos que el sol, el cual, aun a los mismos cuerpos celestes, imparte su lumbre. De la misma manera el príncipe debe aparecer completamente votado a la pública utilidad, y tener en sí la luz nativa de la sabiduría, de modo que, aun cuando los otros anden a ciegas, él, en toda ocasión, esté libre de alucinaciones.
Dios, que es inasequible a toda pasión, no obstante administra el mundo con su juicio. El príncipe, a imitación suya, en todos los asuntos confiados a su cuidado, luego de haber excluido todos los movimientos pasionales del ánimo, debe aplicar serenamente la razón y el juicio.
No hay ser más sublime que Dios. Asimismo dolió el príncipe andar lo más lejos posible de las bajísimas preocupaciones del vulgo y de la sordidez de cualquiera pasión.
Así como nadie ve a Dios que lo gobierna todo, empero lo siente, ayudado de su bondad, así también la patria no sienta la fuerza del príncipe sino uando reciba el beneficio de su bondad y de su sabiduría. En cambio, la fuerza del tirano jamás se experimenta sino con daño general.
El sol, cuando ha llegado a su mayor altura en el Zodíaco, retarda muchísimo su movimiento. Así también, cuanto más arriba te hubiere encaramado la fortuna, es menester que tu ánimo sea más manso y menos altanero. La verdadera grandeza y elevación de ánimo debe consistir, no en que no puedas sufrir ultraje alguno, no en que no soportes que otro tenga reino más vasto, sirio en que desdeñes no admitir cosa indigna de príncipe. Siendo así que toda servidumbre es mísera y fea, feísimo y misérrimo linaje de servidumbre es ser esclavo de vicios y de sucios apetitos.
¿Qué cosa hay más torpe y más abyecta que el hecho de que sea esclavo de la lujuria, de la ira, de la avaricia, de la ambición y de otros insolentísimos tiranos de esa laya, aquel que recaba para sí el mando sobre hombres libres?
¡Cuán absurdo resulta, como consta que lo fue entre paganos, que hayan existido príncipes que prefieran darse muerte a apuntalar su gobierno con derramamiento de sangre y que antepusieran el bien de la república a su propia vida; y que el príncipe cristiano, con tan grave daño de la república, se rinda a la servidumbre de los placeres y de los afectos desordenados!