Los humanistas italianos, contra la especialización excesiva de los saberes



En el prólogo a su antología Manifiestos del humanismo (Península, 2000), María Morrás traza un sucinto y certero bosquejo de la personalidad de los humanistas italianos, quienes se dotaron a sí mismos de un instrumento de indagación textual que, en su opinión, les permitía moverse con soltura por todas las áreas del saber. Este rasgo, ya emblemático, y que se ha percibido como una ausencia de rigor al desdeñar el exceso de especialización tan caro a nuestra época, entronca con la mejor tradición humanística, que aspira a hacer de la mera información un instrumento para la formación personal. Puede leerse el texto completo, así como su antología de textos, en este enlace.


Los humanistas consideraron que podían opinar sobre todos los dominios del saber humano. Cierto es que la depuración y la interpretación de textos, una actividad que identificamos hoy con una especialidad, las humanidades o más propiamente la filología, constituye la base del humanismo. Sin embargo, los humanistas proclamaron su legítimo derecho a extender sus indagaciones a campos ajenos y se defendieron con uñas y dientes frente a las acusaciones de intrusismo de juristas, filósofos y teólogos. Puesto que todo el conocimiento se transmitía mediante la palabra, el método crítico que propugnaban resultaba de hecho un método universal, que podía aplicarse a cualquier cuestión relativa a la autenticidad y la interpretación de textos clásicos, es decir, prácticamente a todas las disciplinas. Esta consideración, según la cual el humanismo fue ante todo un modo crítico e histórico de examinar el saber, aclara también que no pueda hablarse de una filosofía o incluso de un pensamiento único en el seno del humanismo. Así, hay humanistas aristotélicos y humanistas platónicos, humanistas escépticos o profundamente religiosos, humanistas republicanos y monárquicos, satíricos y moralizantes. 

Leonardo da Vinci es quizás el más conocido, pero no fue el primero ni el único humanista en desplegar actividad variada y, en apariencia, dispar. Sin traspasar los límites del siglo xv, Leonardo Bruni desempeñó una activa carrera política, tradujo a Aristóteles directamente del griego, estableció las bases de la historiografía moderna y escribió varias obras de contenido literario; León Battista Alberti, además de pensador y autor en latín e italiano, ejerció de matemático, pintor y arquitecto, sobre los que escribió tratados teóricos que transformaron profundamente la práctica en estos campos; Lorenzo Valla, por su parte, polemizó sobre cuestiones de gramática, teología y derecho. La lista podría alargarse, pero basten estos tres nombres como muestra de cómo los humanistas consideraron que podían opinar sobre todos los dominios del saber humano. 

Los humanistas, que repugnaban de los tecnicismos y rechazaban las disputas de los escolásticos —o sea, de los profesores universitarios—sobre asuntos ajenos al interés común por estériles y solipsistas, eligieron convertir el ámbito público en espacio de debate. Primero trasladaron a los jardines de palacios y villas, y luego, con la llegada de la imprenta, a la calle, la discusión de los temas relativos a la historia, la gramática, la ética o una cierta concepción del hombre, pues estaba en juego, también, extender a todos los campos del saber y del hacer en sociedad unos modos de pensar que chocaban con las ideas más arraigadas del Medioevo. 

Pocos escritos hay de los humanistas en que no se trace, con elocuente retórica, conscientes de que el combate de las ideas se desarrollaba en el terreno de la palabra, cuál era el sentido de la renovación que propugnaban, cuáles eran sus inquietudes culturales y su actitud ante el saber, qué pensaban de quienes les eran afines y de quienes discrepaban de ellos, cómo y por qué habían gestado sus obras y, sobre todo, qué pretendían con ellas. Esta necesidad de explicar qué suponía volver los ojos a la Antigüedad, de marcar las distancias con el periodo precedente, que fue bautizada entonces como Edad Media, fue especialmente acuciante para las primeras generaciones, aquellas que en Italia y a la zaga de Petrarca pusieron en marcha un modo de hacer y de pensar que luego sería bautizado como humanismo. En este sentido, muchos de sus escritos pueden considerarse manifiestos del humanismo. A pesar de que no poseen carácter sistemático y programático—que los humanistas identificaban con el odiado escolasticismo y que evitaron cuanto pudieron, aun a costa de parecer superficiales y contradictorios—, a pesar de su naturaleza literaria, evidente en la variedad de los géneros literarios que emplean y en el recurso a la narración tejida a un tiempo de referencias autobiográficas y metafóricas, al hilo de estos prólogos, epístolas, diálogos y discursos es posible captar el ambiente, la personalidad y las ideas de los hombres responsables de inaugurar—y dar nombre— a ese periodo histórico que llamamos todavía hoy Edad Moderna.