Paracelso: la difícil boda entre la química y la religión


Nacido en la aldea de Einsiedeln, cerca de Zúrich, en 1493, Felipe Aureolo Teofrasto Bombast von Hohenheim sería conocido más tarde como “Paracelso”, o “más grande que Celso”. Cuando tenía 14 años, Paracelso abandonó el hogar para dedicarse a sus estudios y por espacio de más de dos décadas viajó extensamente. Visitó muchas universidades y es probable que se haya graduado como médico en Ferrara, pero, de ser así, al parecer prefirió ocupar el mucho menos prestigioso puesto de cirujano de los ejércitos que se trasladaban constantemente de un lugar a otro por toda Europa. Tuvo momentos ocasionales de gloria, como cuando fue nombrado médico municipal de Basilea en 1527, pero éstos siempre fueron efímeros debido a su temperamento irascible. No se esforzaba por ocultar el desprecio que sentía por las universidades y sus círculos académicos. Y en cuanto a los médicos, era poca la consideración que le merecían. Semejantes arrebatos de cólera iban a ocasionar que perdiera un puesto tras otro, pues ofendían incluso a quienes más deseaban ayudarlo. A causa de ello, vagaba constantemente por diversos lugares; murió en 1541 en Salzburgo, donde poco antes lo había llamado el obispo sufragáneo Ernesto de Wittelsbach.

Cuando muere Paracelso nada parecía indicar que su obra llegaría a ser el foco de las controversias de los eruditos por más de un siglo. Es cierto, había sido en vida una figura polémica, pero relativamente pocos de sus voluminosos escritos habían sido publicados mientras vivía. Sólo después comenzó a fluir de las prensas el torrente de textos paracelsianos.

La leyenda de las curaciones casi milagrosas de este hombre surge en los años posteriores a 1550 y pronto se emprende una búsqueda intensa de sus manuscritos, los que a menudo son publicados con notas y comentarios. Al finalizar el siglo se imprimían vastas ediciones de sus obras completas y toda una escuela de paracelsianos contendía con los aristotélicos y los galenistas sobre el curso que la filosofía natural y la medicina debían seguir.

Dada la publicación tardía de los textos, es tan válido hablar de la filosofía de los paracelsianos como de la del propio Paracelso. Pero aun cuando hagamos esta concesión, es difícil reconstruir su filosofía química, en parte porque no se publicaron simples libros de texto y en parte porque las opiniones de estos hombres son contrarias a las del científico del siglo XX. En realidad, mucho en la obra de los paracelsianos recuerda a otros filósofos naturales del Renacimiento. Más que nada, intentaron derrotar al aristotelismo tradicional que predominaba en las universidades. Aristóteles era para ellos un autor hereje cuya filosofía y cuyo sistema de la naturaleza eran incompatibles con el cristianismo, un punto de suma importancia durante la Reforma. Afirmaban que su influencia en la medicina había sido catastrófica, pues Galeno había aceptado su obra sin cuestionarla y, subsecuentemente, el sistema aristotélico-galénico se había convertido en la base de la enseñanza médica en toda Europa. En su opinión, las universidades agonizaban sin remedio, obstinadas en su adhesión a la Antigüedad. Los paracelsianos pretendían remplazar todo ese sistema con una filosofía cristiana, neoplatónica y hermética que explicaría todos los fenómenos naturales. El verdadero médico, sostenían, podía encontrar la verdad en los dos libros divinos: el libro de la revelación divina, la Biblia, y el libro de la creación divina, la naturaleza. De esta manera, los paracelsianos se aplicaban por un lado a una especie de exégesis bíblica y, por otro, postulaban una nueva filosofía de la naturaleza, basada en nuevas observaciones y experimentos. Encontramos un excelente ejemplo de esta actitud en la obra de uno de los primeros sistematizadores importantes del corpus paracelsiano, Peter Severinus (1540-1602), médico del rey de Dinamarca, quien decía a sus lectores que necesitaban vender sus propiedades, quemar sus libros y comenzar a viajar para que pudieran efectuar y recoger observaciones sobre las plantas, los animales y los minerales. Concluidos su Wanderjahren, debían “comprar carbón, construir hornos, vigilar el fuego y operar con éste sin descansar. Por este camino, y no por otro, arribaréis a un conocimiento de las cosas y sus propiedades”.

Percibimos una gran confianza en la observación y en la experimentación en la obra de estos hombres, aun cuando su concepto de lo que es un experimento y cuál es su función sea a menudo enteramente distinto del nuestro. Notamos, a la vez, una latente desconfianza de la aplicación de las matemáticas al estudio de la naturaleza. Ellos preferían hablar, como buenos platónicos, de las armonías matemáticas y divinas del universo. Paracelso, además, al referirse a las verdaderas matemáticas, las había identificado expresamente con la verdadera magia natural. Los paracelsianos, sin embargo, solían reaccionar con disgusto ante el método de argumentación lógico y “geométrico” que empleaban los aristotélicos y los galenistas. Condenaban ese “método matemático” junto con la importancia que tradicionalmente habían dado los escolásticos a la geometría y, específicamente, impugnaban el uso de abstracciones matemáticas para estudiar los fenómenos naturales —particularmente para estudiar el movimiento local—. Las razones que aducían para ello eran fundamentalmente de carácter religioso y por eso sentían especial aversión por la Física de Aristóteles. En ésta — apoyándose en un estudio del movimiento— se decía que el Dios creador debía ser inmóvil.

Los químicos paracelsianos de la Reforma declaraban categóricamente que cualquier argumento que impusiera semejante restricción al Ser Supremo todopoderoso era inaceptable, y por esa sola razón los textos de los antiguos eran sacrílegos y debían desecharse. La filosofía química sería una nueva ciencia basada firmemente en la observación y en la religión. Pero quienes recurrían a los métodos cuantitativos recordaban tal vez que Dios había creado “todas las cosas en número, peso y medida”. Ello se interpretaba como un mandato que iba dirigido al médico, al químico y al farmacéutico, hombres que pesaban y medían regularmente en el curso de su labor.

A.G. Debus, El hombre y la naturaleza en el Renacimiento. Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1985.

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