En los Coloquios, como en los demás libros de Erasmo, no es difícil
advertir la sólida base humanística y teológica de su educación, aspectos que
van inseparablemente unidos en sus obras, y por eso, si en las copiosas alusiones
a las fábulas mitológicas, en las frecuentes citas de las historias griega y
romana y en las interpolaciones de frases y palabras griegas, a que fueron tan aficionados
los renacentistas que tomaban a Cicerón como modelo insuperable, descúbrese la
intensa huella que habían dejado en su espíritu las lecturas de los buenos historiadores,
filósofos y poetas de la antigüedad clásica, échase de ver también el profundo
conocimiento de la Sagrada Escritura, de los lugares teológicos, de los exegetas
y comentaristas del Antiguo y del Nuevo Testamento, cuyas referencias tanto
abundan aun en sus escritos menores, su dominio de la dialéctica y su asombrosa
erudición en tales disciplinas.
Erasmo fue, sin duda, un
teólogo formidable, pero lejos de asemejarse a los hinchados doctores de su
época que malgastaban la vida entera en estériles contiendas, pensó, quizá,
como más tarde nuestro compatriota Pedro Simón Abril, que era cargo de
conciencia perder el tiempo "en disputar aquellas cosas puestas en
diversidad de opiniones, que ninguna de ellas sirve ni para destruir, ni para
edificar, ni para desarraigar, ni para plantar, que son los oficios del buen
teólogo". No; él quiso desarraigar y plantar, destruir y edificar, y por
eso no se encastilló como la mayoría de sus congéneres en la torre de marfil de
la Teología, porque, si es cierto que le preocupa el destino ultraterreno del
hombre y entiende que la meditación en él es el más noble objeto en que puede
emplearse el entendimiento humano, cierto es, asimismo, que esto no le impide preocuparse
también por los problemas y afanes del mundo que le rodean y en cuyo estudio y
examen entra llevando siempre por delante el supremo interés de la justicia, y
de aquí que las obras erasmianas que han llegado hasta nosotros con la aureola
de monumentos imperecederos, y cuyas páginas nos parecen tan frescas y jugosas como
si acabaran de salir de la pluma del autor, no sean las que escribió con
designio exclusivamente teológico o filosófico, sino las de costumbres y
crítica social, entre las cuales descuella el Elogio de la estulticia, que
él dice haber compuesto como por juego, aunque juego fue que echó tan hondas
raíces en su espíritu, que unos doce años más tarde sacaba a luz el Colloquiorum
liber, inspirado por idéntica minerva, y que puede ser considerado como una
continuación de aquella maravilla del ingenio.
Las materias de los Coloquios
son tan varias, que su enumeración, aun reducida a las principales,
resultaría de enojosa prolijidad; baste decir que no hubo cuestión capital, de
las muchas y trascendentales que estaban planteadas en aquellos días de fecunda
renovación del pensamiento, que no hallase cabida en este libro, ni hubo ninguna
que el autor no aprovechase para presentarse como resuelto adversario de las
rutinas, prejuicios, hipocresías, bajos intereses, fariseísmos y falsas
conveniencias que tienden a cortar el paso a la verdad y a entorpecer el
ejercicio de la justicia: búrlase donosamente en el Ars notoria de los
pedagogos, charlatanes e impostores que prometían enseñar todas las ciencias en
un par de semanas mediante fórmulas abstractas y figuras cabalísticas,
derivaciones, en cierto modo, del Ars brevis de Raimundo Lulio o del Opus
magnus de Bacon y reflejadas a su manera en la famosa Clavicula
Salomonis, que aún seguía deslumbrando a los incautos, ya que, como dijo.
don Pablo Forner, nunca han faltado quienes "a poca costa, quieren
conseguir gran caudal de sabiduría"; muéstrase en multitud de coloquios
enemigo irreconciliable de la guerra, y en los que llevan los títulos de Charon
y Militaria, cierra [sic] denodadamente contra la ambición de los
tres monarcas poderosos que ensangrentaron los campos de Europa en el primer
tercio del siglo XVI; contra los consejeros, así clérigos como seglares, que
atizaban el fuego en provecho propio, y de ciudades, templos y monasterios;
fustiga a aquellos aristócratas alemanes que, más bien que caballeros, eran consumados
salteadores de caminos, ladrones de encrucijada y asiduos parroquianos de las
tabernas, en cuyos innobles muros acostumbraban a poner sus insignias, cifras y
blasones; mofase de la vanidad de los hidalgos advenedizos que habían comprado
la ejecutoria al emperador; censura la confusión de clases que se iniciaba en
aquel tiempo y satiriza el lujo de las plebeyas enriquecidas que aspiraban a
igualarse con las damas de los más ilustres linajes; reprueba la conducta de
los padres egoístas o poco avisados que consentían a sus hijas profesar en una
orden monástica sin asegurarse previamente de si era o no verdadera su
vocación, o a los que movidos de sórdida y despiadada avaricia, propia de mercaderes,
las inducían a contraer matrimonio con hombres indignos; condena las
supersticiones y prácticas abusivas, con pretexto de devoción, que se refieren a
las advocaciones de santos, a las imágenes milagreras, a la expedición de
bulas, al tráfico de indulgencias, a las peregrinaciones religiosas y a los
votos temerarios, y para que no quedase olvidado ningún asunto de los que
despertaban el interés, la esperanza o el temor de sus contemporáneos, también
incluyó en el libro un largo y notabilísimo coloquio dedicado a pintar los
estragos causados por el terrible mal francés, que entonces se
presentaba con caracteres de aterradora virulencia.
Una de las particularidades
más sorprendentes de estos coloquios de costumbres es la multitud de ideas con que
el autor se anticipó a su época, hasta el punto de que algunas de ellas serán
tenidas como producto de nuestros días por muchos de los que no conozcan el
libro de Erasmo: tal sucede, por ejemplo, con las relativas a los medios de
evitar la mendicidad profesional, que acaso fueron las que inspiraron a Luis Vves
su admirable tratado De subventione pauperum; con las que expone acerca
del matrimonio, según las cuales debería exigirse el reconocimiento previo de
los contrayentes, anular el vínculo cuando uno de los cónyuges no hubiera tenido
noticia de que el otro padecía una enfermedad incurable o, en caso contrario,
proceder al severísimo castigo de los dos; con las que enuncia acerca del modo de
combatir las epidemias, entre las que hay algunas preconizadas por la moderna
profilaxis; con las que tiene acerca de los derechos de la mujer, tema que le
da ocasión para hablar de ciertas reivindicaciones como las que respectan al
desempeño de los cargos públicos y a la educación de los hijos, que no dejarían
de colmar las medidas de la socia más descontentadiza y exigente de un Liceo
femenino, y, en fin, con las que profesa sobre la doctrina concerniente al
criterio moral, que no puede, en su opinión, ser establecido de un modo
apriorístico y sin tener en cuenta las circunstancias de tiempo y de lugar, tesis
que es, como se ve, fundamentalmente la misma que cuatro siglos y medio después
formuló Herbert Spencer en La moral de los diferentes pueblos.
Julio Puyol
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