Nicolás de Cusa, filósofo renacentista


En su libro Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento, Ernst Cassirer le dedica un papel central a una figura por lo común desdeñada, Nicolás de Cusa, por su vocación mística y su orientación teológica. Se trata de un análisis arriesgado y un punto provocador, que se inscribe en el contexto de una concepción filosófica muy concreta, de inspiración neokantiana, la cual en su momento supuso un aldabonazo en los ámbitos del pensamiento europeo, y que aún hoy en día resulta estimulante. Reproducimos el arranque del libro, que puede leerse completo en este enlace.


Todo ensayo que aspire a concebir la filosofía del Renacimiento como una unidad sistemática debe partir de la filosofía de Nicolás de Cusa. En efecto, es la suya, entre todas las tendencias y esfuerzos filosóficos del Quattrocento, la única doctrina que satisface la tesis hegeliana según la cual la filosofía de una época representa su foco natural en el que se concentran los más variados rayos. Nicolás de Cusa es el único pensador de la época; que abraza el conjunto de los problemas capitales del Renacimiento partiendo de un principio metódico que le permite dominarlos. Su pensamiento abarca aún, de acuerdo con el; ideal medieval de la totalidad, el conjunto del cosmos espiritual y del cosmos físico, sin detenerse ante ninguna distinción. Es, pues, un teólogo especulativo; su curiosidad intelectual es múltiple, pues se dirige a los problemas de la estática y a los de la teoría general del movimiento, a los de la astronomía y a los de la cosmografía, a los problemas de la historia de la Iglesia y a losde la historia política, a los de la historia del derecho y a los de la historia general del espíritu.

Pero aunque como erudito e investigador haya pertenecido, en verdad, a todas estas esferas de la ciencia, y aunque haya enriquecido casi todas ellas con sus propias contribuciones, se mantuvo siempre alejado del peligro de la especialización y de la dispersión. Todo cuanto emprende y cultiva en los distintos campos de la ciencia no sólo se ajusta siempre a un cuadro intelectual de conjunto, no sólo se resuelve, con los esfuerzos realizados en otras esferas, en una cabal unidad ulterior, sino que desde el principio, y cualquiera sea la esfera científica en que opere, su designio es desarrollar y dilucidar el pensamiento capital y dominante de su filosofía, que ya logra expresar en su primer tratado, De docta ignorantia. La antítesis de complicatio y explicatio —oposición de la que se sirve Nicolás de Cusa para esclarecer la relación en que se encuentra el mundo respecto de Dios, así como la relación en que se encuentra el espíritu humano respecto del mundo— puede aplicarse, pues, a su propia doctrina, que creciendo a manera de un brote espiritual se desarrolla progresivamente y termina por abarcar, en ese proceso, toda la existencia y toda la problemática del saber de la época.

Nicolás de Cusa construye su sistema filosófico sobre un principio básico que se le revela como una nueva verdad fundamental principal, que no llega en forma mediata por conclusiones silogísticas, sino por una especie de repentina visión que se le impone con toda la fuerza de una intuición poderosa. Él mismo ha dejado relatado cómo se sintió iluminado por este principio —al que considera verdadero regalo de Dios— por primera vez mientras hacía la travesía hacia Constantinopla. Ahora bien, si se intenta encerrar dentro de una expresión abstracta el contenido de ese principio, si se intenta determinar sistemáticamente y comprender dentro de la estructura histórica aquello que para el mismo Nicolás de Cusa se dio como algo único y como algo que no admitía comparación posible, se corre el riesgo de no llegar a comprender la originalidad y la profundidad del nuevo pensamiento filosófico. En efecto, parecería que la noción de la docta ignorantia y la doctrina de la coincidencia de los contrarios que sobre aquélla se funda, no hicieran sino renovar pensamientos que pertenecían ya a la mística de la Edad Media. Nicolás de Cusa se remite sin cesar a las fuentes de esa mística, particularmente a los tratados de Eckhart y a los del pseudo-Dionisio, el Areopagita. Es pues difícil, cuando no imposible, trazar aquí una línea de separación precisa y segura.

Si la raíz de los escritos de Nicolás de Cusa consistiera sólo en el pensamiento de que Dios, de que el Ser absoluto, está más allá de cualquier posibilidad de determinación positiva, de que sólo puede ser señalado por predicados negativos y de que sólo es posible concebirlo en su estar fuera del mundo, en la trascendencia, y por encima de la finitud de toda medida, de toda proporción y de toda comparación, si consistiera sólo en eso, por cierto no hubiera abierto un nuevo camino ni hubiera indicado una nueva meta. Pues aunque esta tendencia de la teología mística, de acuerdo con su íntima esencia, pueda oponerse a la Escolástica, esa oposición constituye precisamente un rasgo típico en el cuadro espiritual de la Escolástica misma. Ya el escolasticismo se había apropiado desde antiguo, por obra de sus maestros más significativos, de la enseñanza de Dionisio Areopagita; no sólo Juan Erígena se remontó a sus escritos, sino que Alberto el Grande y Santo Tomás de Aquino trataron es doctrina en sus propios comentarios, asegurándole así una posición firme dentro del sistema medieval de vida y de doctrina. Por lo tanto, la posición general de Nicolás de Cusa no pudo chocar al sistema escolástico; pero si la filosofía del Cusano aspiraba a sobrepasar los límites dentro de los cuales estaba confinado el antiguo pensamiento, debía, a lo menos, acuñarlo nuevamente y, en cierto modo, darle un nuevo acento.