Montaigne, entre clásicos y modernos


Reproducimos un fragmento del estudio introductorio que Antoine Compagnon escribe para la magna traducción de los Ensayos de Michel de Montaigne (Acantilado, 2007) acometida por J. Bayod Brau. Montaigne, una personalidad eminentemente renacentista en múltiples aspectos, ha querido ser vista por sus herederos como una suerte de librepensador prácticamente ilustrado; sin dejar de ser cierto que comparte con los pensadores modernos no pocos conceptos, en esencia Montaigne es un hombre de su época, a la cual lleva a un nuevo nivel. Puede leerse la obra completa en este enlace.

Montaigne, que celebra y recupera la concepción antigua de la filosofía como forma de vida, y no como mera doctrina, se esfuerza en distinguir al docto libresco del sabio y del hombre capaz. La «sabiduría», nos recuerda insistentemente, no se define por la acumulación de conocimientos sino por el juicio acertado, el comportamiento recto, la vida virtuosa y feliz: «Aunque pudiéramos ser doctos por un saber ajeno, al menos sabios no lo podemos ser sino por nuestra propia sabiduría» (I, 24). Pero, en rigor, Montaigne no desprecia la ciencia. No la contempla con el ingenuo entusiasmo que arrebató, por ejemplo, a su propio padre, Pierre Eyquem (por lo demás ignorante), y con él a quienes compartieron «el nuevo ardor con que el rey Francisco abrazó las letras y les brindó aceptación» (II, 12). La considera, sin embargo, un atributo muy
provechoso cuando está en manos de almas escogidas, de almas de naturaleza elevada: «Es una cosa de calidad poco más o menos indiferente; muy útil accesorio para el alma bien nacida, pernicioso y dañino para otra alma… En algun otras, una vara de bufón» (III, 8).

Nuestro gentilhombre puede sentir infinita compasión por los débiles (véase, por ejemplo, el capítulo III, 12), pero estima que no todas las almas poseen el mismo «vigor natural», y rechaza con cierta furia las pretensiones intelectuales de la
«gente de baja fortuna» que hace de las letras un medio de vida (I, 24), la presunción de «los mestizos que han desdeñado la primera posición, la
ignorancia de las letras, y no han podido alcanzar la otra» (I, 54). Para él sólo escasísimas «naturalezas fuertes» poseen la capacidad requerida para manejar la ciencia con gallardía. Parafraseando la República de Platón, subraya que la ciencia «no puede dar luz al alma que no la tiene, ni hacer ver al ciego. Su función no es dotarle de vista sino orientársela» (I, 24). A través de Platón, Montaigne entronca con la vieja idea griega según la cual aprender es «aprender lo que ya se sabe», «llegar a ser lo que uno es», y la enseñanza no puede nunca
suplantar a la naturaleza.

La relación con la literatura antigua no es, naturalmente, la única dimensión culta de los Ensayos. El «incomparable autor de El arte de discutir» (véase el capítulo III, 8), como le llama Pascal, se complace también en el diálogo y en la polémica, aunque casi siempre soterrada, con los modernos. Marsilio Ficino u otros representantes de la poderosa corriente neoplatónica y hermética que recorre el siglo XVI tienen cierta presencia en los Ensayos, como la tienen, con mucha mayor claridad, Castiglione, Erasmo, Maquiavelo, y quizá Pomponazzi. Y también algunos de sus contemporáneos estrictos, como Pierre de Ronsard, Jean Bodin o Justo Lipsio.

Las conexiones de la obra de Montaigne con los autores de su tiempo son siempre instructivas. Así, Ronsard, pese a cierta querencia por el paganismo, le precede y tal vez inspira lanzándose decidido al ruedo de la polémica antiprotestante. Montaigne compone, en efecto, una apología del teólogo de
origen catalán Ramón Sibiuda (para él Raimond Sebond), del que, por mandato de su padre, había traducido una obra dedicada a la demostración de la doctrina cristiana mediante razones infalibles (II, 12). En ella el perigordino pugna ante todo por desbaratar cualquier pretensión de someter la verdad religiosa al examen de la razón humana. Es éste un punto que afecta a la interpretación protestante de la Eucaristía pues los reformados parecen asumir una perspectiva racionalista
cuando rechazan el dogma de la transubstanciación. En este tema crucial Montaigne se expresa de manera inequívoca. Pero la Apología no carece de ambigüedades. Para realizar su tarea crítica, el perigordino destruye de raíz la posibilidad de cualquier teología racional, incluida la de Sibiuda; por lo demás, presenta la fe como una suerte de hecho sublime pero poco menos que irreal, y examina críticamente las religiones de una manera que a duras penas deja indemne al propio cristianismo.