Los humanistas españoles y el valor de la gramática


Desde finales del siglo XIV el humanismo italiano fue llegando, siquiera modestamente, a la península ibérica. Tempranos contactos entre grupos intelectuales autóctonos y representantes de la nueva cultura italiana, materializados en intereses de bibliófilos, amistades personales, correspondencia epistolar o viajes, permitieron en un principio la traducción y difusión de algunas obras clásicas y de algunos textos de los propios humanistas italianos. Las incipientes y esporádicas relaciones surgieron, en su mayor parte, fomentadas únicamente por grandes señores, aristócratas o altos miembros del clero aficionados a la lectura y deslumbrados por las novedades culturales procedentes de Italia. A este clima intelectual pertenecieron hombres como Iñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana, atento a incrementar su rica biblioteca con las versiones de los principales autores clásicos, o Nuño de Guzmán. El ejemplo de este último, para quien Donato Acciaiuoli, en nombre del librero Vespasiano da Bisticci, se avino a preparar una traducción de los Saturnalia de Macrobio "en lengua toscana para satisfacer así su deseo", ilustra bien la actitud de estos escogidos grupos de lectores, quienes desconocían al fin y al cabo el contexto y el verdadero alcance de unas novedades por las que sentían auténtica fascinación.

Frente a la posición de estos humanistas aficionados fue diferente la actitud mantenida por una serie de intelectuales que en su mayor parte recibieron educación ya en Italia y que ocuparon cargos públicos en la cancillería o en la curia, como cronistas, secretarios o consejeros. Unos y otros se mostraron, con todo, todavía incoherentes en su visión de la cultura y no supieron apreciar los aspectos rupturistas que había en los studia humanitatis. Nadie representó estas contradicciones mejor que Alfonso de Cartagena, obispo de Burgos y hombre de la corte de Juan II de Castilla. Su actividad divulgadora de los clásicos a través de sus versiones de Cicerón y Séneca, y los contactos mantenidos con Poggio Bracciolini y Pier Candido Decembrio lo convertirían en receptor de las preocupaciones de los humanistas italianos, pero en Cartagena todavía se observa una ambivalente alternancia de modelos medievales y humanísticos. La polémica mantenida con Leonardo Bruni, con el que Cartagena -ignorante del griego- discrepó acerca de la mejor manera de traducir las Éticas de Aristóteles, revela, cuando menos, sus diferencias metodológicas. La situación en los territorios de la Corona de Aragón no ofrece, por otra parte, diferencias sustanciales pese a los tempranos vínculos de los reyes de la Casa de Aragón con Italia, especialmente a través de Aviñón, Sicilia y Nápoles, y aun contando con las iniciativas culturales de Martí I, secundadas posteriormente por Alfonso el Magnánimo, en cuyos reinados asistimos a un sensible aumento de traducciones de obras latinas e italianas. Buen exponente de esta etapa es la actividad de otro traductor de Cicerón, el jurista y funcionario Ferran Valentí. Su versión al catalán de los Paradoxa, pese a que el propio Valentí declarara orgulloso en el prólogo haber sido "adoctrinat e ensenyat" por Leonardo Bruni, adoleció, sin embargo, de los mismos errores de anteriores traductores. La incipiente atención de Valentí a las modas literarias originarias de Italia no alteró en definitiva el carácter todavía medievalizante de su interés por los autores clásicos.

La generación posterior a Valentí y Cartagena contó, por el contrario, con intelectuales mucho más familiarizados con la lectura de obras clásicas como Alfonso de Palencia, funcionario cancilleresco y autor de los Gesta Hispaniensia. Obra equiparable a los libros de Tito Livio y en deuda con los Roma triumphans y Roma instaurata de Flavio Biondo, los Gesta Hispaniensia van más allá de ser una mera crónica de las gestas de un rey castellano y constituyen ya una verdadera historia de España. El innovador enfoque de Palencia radica en su meditada elección de los historiadores antiguos y en la influencia de las teorías humanísticas sobre la historia, que Palencia leyó en los Rhetoricorum libri quinque de su corresponsal y antiguo maestro Jorge de Trebisonda. En su Compendiolum, Alfonso de Palencia destacó al obispo de Gerona Joan Margarit como otro ejemplo válido de la asimilación de los métodos de la historiografía humanística en la Península. Educado en Italia, Margarit es autor de un tratado sobre la educación de príncipes (la Corona regum) y de varios textos historiográficos entre los que sobresale su Paralipomenon Hispaniae, en cuyos diez libros el autor pasa revista a la temprana historia de España con buen manejo de textos historiográficos clásicos, en un intento de emular el ejemplo de los eruditos italianos contemporáneos.

Alfonso de Palencia y Joan Margarit fueron figuras muy próximas al movimiento humanista, cuyo líneas maestras ya comprendieron plenamente, si bien sus trabajos deben verse como empresas todavía aisladas que no llegaron a calar sino entre unos pocos elegidos. En efecto, para que el contenido real del humanismo pudiera arraigar en la cultura peninsular no bastaba con que los studia humanitatis sedujeran a algunos selectos lectores hispánicos o con que se vertiera al catalán o al castellano un puñado de obras clásicas a través del filtro italiano. Para que el humanismo pudiera por fin alcanzar a otras clases sociales, era necesaria la paulatina introducción de esos mismos studia humanitatis en el ámbito de la universidad. Así lo entendió Antonio de Nebrija, con quien la cultura humanística italiana hizo su entrada en toda regla en la Península en el último cuarto del siglo XV. Nebrija acertó a entender también que la definitiva implantación de los estudios de humanidades en la universidad peninsular sólo podía venir de la mano de la reforma en la enseñanza de la lengua latina a partir del programa de Lorenzo Valla.

Tímidos impulsos en este sentido se habían atisbado ya en la figura de Joan Ramon Ferrer, jurista barcelonés educado en el Colegio de los españoles de Bolonia y autor de un Magnum de pronominibus. Redactado a semejanza de un capítulo de las Elegantiae (el De reciprocatione "sui" et "suus"), el tratado fue dedicado por Ferrer, no por azar, "a quienes enseñan gramática en Barcelona". Análogos esfuerzos llevó a cabo el protonotario de la Corona de Aragón Joan Peiró, que favoreció la edición barcelonesa de los Rudimenta grammatices de Niccolò Perotti en 1475 "para que los rudos se vuelvan cultivados y para que la latinidad reemplace a la barbarie". Con todo, pese a su admiración por Valla y Perotti, los modestos proyectos de Ferrer y Peiró difícilmente pudieron equipararse a los planes de humanistas de la talla de Lorenzo Valla. Aunque atentos a las novedades del humanismo, Joan Ramon Ferrer y Joan Peiró no supieron aplicar en las aulas la innovadora cultura italiana hasta sus últimas consecuencias.

Como tantos otros intelectuales, Antonio de Nebrija advirtió también la necesidad de formarse en tierras italianas. No lo hizo, como confesaría después, "por la causa que otros muchos van, para traer fórmulas de derecho civil y canónico mas que, por la ley de la tornada, después de luengo tiempo restituiesse en la possessión de su tierra perdida los autores del latín, que estavan, ia muchos siglos avía, desterrados de España". Los motivos de su viaje fueron, por tanto, bien distintos a los habituales y las consecuencias no se hicieron esperar. Vuelto a Salamanca, Nebrija se incorporó a su universidad y al punto inició su campaña para transformar los estudios gramaticales y la enseñanza del latín en las aulas. Al amparo de las Elegantiae linguae latinae de Valla, con el propósito de mejorar los métodos del alumno para que éste alcanzara así un preciso conocimiento de la lengua latina, Nebrija publicó en 1481 su propia gramática, las Introductiones latinae, con las que confiaba reemplazar los obsoletos manuales gramaticales al uso en Salamanca.

Las primeras Introductiones fueron creciendo en sucesivas reimpresiones en los años siguientes, y con el nuevo tamaño también se ampliaron los propósitos de su autor. Así, la recognitio de 1495 llevó a su último extremo las críticas de Nebrija a los enemigos del latín, aunque las veladas diatribas contra los modistae se convirtieron ahora en abierta oposición a las bárbaras gramáticas del Medievo representadas sobre todo por el normativo Doctrinale de Alexandre de Villedieu. No dejó Nebrija tampoco de atacar las normas de Prisciano y Elio Donato en aquellos puntos donde cabía discrepar. No se trataba de presentar objeciones técnicas o marginales, sino de arremeter contra un sistema de enseñanza gramatical que había empobrecido la cultura peninsular. En el fondo de tales censuras yacían las bases del programa de Nebrija, brillantemente expuesto años atrás en la edición bilingüe de las Introductiones (1488), que concebía la lengua latina como el fundamento de toda la cultura.

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El éxito de las Introductiones se aprecia a simple vista en las más de cincuenta ediciones aparecidas en vida de Nebrija. De mayor trascendencia, en los albores del siglo XVI y a lo largo de las siguientes décadas, la nueva propedéutica del latín introducida por Nebrija fue rápidamente adaptada por una serie de alumnos y seguidores del maestro que pasaron a desempeñar cátedras de gramática y retórica en las universidades más importantes. Junto a la publicación de compendios de la obra de Nebrija, estos profesores de humanidades se ocuparon de difundir la metodología de Valla, prescrito como canónico ya en las aulas, a través de la explicación de las ideas del humanista italiano o de la redacción de resúmenes de las Elegantiae que pudieran ser empleados en la enseñanza universitaria. No en vano, estatutos universitarios, como los de Salamanca en su edición de 1561, impusieron el estudio de un poeta o historiador para la hora de gramática alternado con la lectura de "Laurentio Valla".

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Las primeras voces disonantes con el sistema pedagógico de Nebrija, canónico y omnipresente ya en las universidades, no tardaron, sin embargo, en oírse. Algunas, como la del italiano Lucio Marineo Sículo, fueron ciertamente hostiles, aunque debieran su principal razón de ser a la rivalidad entre colegas. Profesor en Salamanca, Lucio Marineo pretendió reemplazar las Introductiones con su De grammatices institutionibus libellus brevis et perutilis (que podríamos traducir como `Sucinto y muy útil manual de gramática latina') de 1496, delgado volumen que aspiraba a ofrecer únicamente los primeros rudimentos indispensables de gramática latina. Críticos de siguientes generaciones se mostraron, en cambio, mucho más sensatos y plantearon con razones la necesidad de abandonar la innumerable serie de preceptos en que se habían convertido las Introductiones nebrisenses tras varias reimpresiones en muy pocos años. A diferencia de Alonso de Herrera, que se limitó a poner mínimos reparos a la obra de Nebrija, los nuevos maestros propusieron en cambio una transformación en la didáctica del latín que viniera a corregir el mal uso que de las Introductiones se hacía en los cursos universitarios. Valga como ejemplo la figura de Pedro Núñez Delgado, sucesor de Nebrija en el sevillano Estudio de San Miguel, quien, desoyendo las prácticas de su maestro, apostó por el directo disfrute de los clásicos como único método válido para alcanzar el buen dominio de la lengua latina que las interminables y plomizas listas gramaticales se habían resistido a garantizar.

Precisamente con análogas ansias de reforma pedagógica redactó Juan de Maldonado, en sus días alumno ocasional del mismo Nebrija y a partir de 1534 profesor de humanidades en Burgos, su breve Paraenesis ad politiores litteras adversus grammaticorum vulgum (Exhortación a las buenas letras contra la turba de los gramáticos, 1529). Desde sus primeras líneas, la exhortación a las buenas letras de Maldonado constituyó una diatriba contra aquellos profesores que colocaban primero a los alumnos "ante la gramática de Antonio de Nebrija, y no seleccionan ciertos pasajes para que los retengan de memoria, sino que los incitan a aprenderla, como se dice, de cabo a rabo", obligándolos a aprender después las Elegantiae de Valla en detrimento de la lectura directa de los autores clásicos. Este ataque no representó, no obstante, una carga frontal contra las orientaciones de Nebrija o de Valla, sino contra la errónea utilización de sus textos, pues a Maldonado no le pasó por alto que Valla "no escribió guiado por la idea que estos miserables gramáticos difunden, ni redactó aquellos preclaros libros de las Elegancias para los usos a los que estos desgraciados los someten", y que Nebrija pretendió únicamente "desenredar para los preceptores, con un ímprobo esfuerzo, una materia vasta y extensa en la que se encontrasen a mano lo que debían explicar a los alumnos en la enarratio de poetas y oradores y en los ejercicios de retroversión y traducción del vulgar, y no ofrecer reglas que tengan que aprender de memoria por obligación". Haciéndose eco, como Núñez Delgado, de la pedagogía de Erasmo, Maldonado propuso, en definitiva, una elemental iniciación en la gramática a la que debía forzosamente dar paso una gradual lectura de los más destacados escritores de la Antigüedad, como alternativa a los preceptos y a los gruesos manuales.

El más serio correctivo al programa de Valla y Nebrija, no ya sólo en su aplicación práctica sino en todos sus presupuestos teóricos, lo propició Francisco Sánchez de las Brozas, el Brocense, catedrático de retórica y griego en Salamanca y autor de comentarios filológicos a Horacio, Ovidio y Ausonio entre otros poetas clásicos. Sus reflexiones lingüísticas quedaron enunciadas en la Minerva, seu de causis linguae latinae (Minerva, o sobre los elementos constitutivos de la lengua latina), publicada por vez primera en 1562 y revisada en 1587, tratado donde se expone -bajo la modesta apariencia de un manual que pretende enseñar sólo "reglas gramaticales ciertas y muy sencillas"- toda una concepción gramatical radicalmente diferente del enfoque de Nebrija, cuya visión el Brocense sutilmente puso ya en tela de juicio desde las primeras líneas de su prólogo. Apoyándose en el contemporáneo volumen homónimo de Julio César Escalígero, Sánchez sentó las bases de una gramática especulativa, de orientación racionalista y mentalista y de corte eminentemente teórico, evidente en la insistencia con que el autor constantemente se refiere al "sistema gramatical" (grammaticae ratio) a la hora de justificar sus observaciones. La de Sánchez es una gramática dotada de una estructura profunda que, a juicio del Brocense, subyace a la diversidad de las lenguas. En la Minerva el perfecto gramático se define así como "aquel que en los libros de Cicerón y Virgilio entiende qué palabras son nombres, qué palabras son verbos, así como otras materias que conciernen únicamente a la gramática, aunque no entienda el significado de las palabras". Tal declaración pone a las claras la oposición de Sánchez a la amplia misión que para el gramático reservaba Nebrija. Frente a la doctrina de las Introductiones nebrisenses, según la cual el latín se apoya no en la razón sino en el ejemplo de los testimonios y el uso de los autores, para el Brocense el uso debe ser explicado exclusivamente a partir de la estructura interna y racional de la lengua. Si Nebrija fue blanco del ataque del Brocense, lo fue en cuanto, principalmente, seguidor de las ideas de Lorenzo Valla. Al filólogo italiano el Brocense lo describe como maestro de aquellos nefastos gramáticos que -Sánchez no deja de reiterarlo- "excluyendo en gramática el sistema racional, buscan sólo los testimonios de los hombres doctos". La hostilidad de Sánchez hacia Valla no se limita, sin embargo, únicamente a consideraciones teóricas, sino que, como en sus críticas a Nebrija, las objeciones a las Elegantiae también atañen a la diaria y elemental docencia de la lengua latina. No en vano el Brocense, tal y como él mismo declaró en el prólogo a la Minerva, con su volumen confiaba desterrar de la enseñanza los métodos del Lorenzo Valla que la universidad salmantina había impuesto. La diatriba de Sánchez de las Brozas no acabó, sin embargo, con la presencia de la gramática latina de Nebrija en las aulas. Todavía en 1598 el jesuita Juan Luis de La Cerda, prefecto de estudios en el Colegio Imperial de Madrid y autor de un espléndido comentario a Virgilio, dio a la imprenta sus Aelii Antonii Nebrissensis de institutione grammaticae libri quinque, serie de notas inspiradas en la Minerva del Brocense con las que La Cerda se propuso paradójicamente reformar la obra de Nebrija. Con sus comentarios gramaticales La Cerda contribuyó así a la fortuna póstuma de Nebrija al ser declarado su manual texto único para las escuelas de latín de todo el reino por orden de Felipe III.

Si bien la obra de latinidad de Nebrija mereció duras críticas por parte de sus detractores ya en vida del autor, las Introductiones nebrisenses y las ideas lingüísticas de Lorenzo Valla constituyeron el primer paso en la reforma de la enseñanza del latín en España y fueron, cuando menos hasta bien entrado el siglo XVI, el principal bastión contra la barbarie del escolasticismo. Con ellas se formaron, además, nuevas generaciones de humanistas que pudieron dedicarse así con mejores garantías a la lectura, explicación y anotación de textos clásicos y bíblicos, pero también al cultivo de una literatura original, en castellano o en latín, de acuerdo con los géneros favoritos de la época.

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