La dignidad del hombre: un concepto renacentista y sus antecedentes históricos


En su obra clásica y de absoluta referencia, El pensamiento renacentista y sus fuentes (Fondo de Cultura Económica, 1982), Paul Oskar Kristeller sintetizó, de manera clara y pedagógica, los principales vectores que, desde la Antigüedad y atravesando la Edad Media, permitieron a los humanistas del Renacimiento forjar un arsenal conceptual que, en muchos sentidos, aún pervive hasta nuestros días, en muchas ocasiones prácticamente inalterado. Reproducimos las primeras páginas del capítulo consagrado a uno de los tópicos más señalados de la época, el de la dignidad del hombre. Puede leerse completo, así como el resto del libro, en este enlace.

Al examinar la idea renacentista de la dignidad del hombre y del lugar de éste en el universo, atenderemos sobre todo a las opiniones de Petrarca, Ficino, Pico y Pomponazzi, autores que, juntos, pueden ser aceptados como representantes dei Renacimiento italiano en sus princípios, si no es que de todo el período o de toda Europa, y quienes tienen en común por lo menos esto: asignan al hombre un lugar importante en su esquema de las cosas.

Desde luego, no son las únicas voces que nos han llegado de aquel periodo. Muchos pensadores importantes parecen prestarle bastante menos atención a ese problema y otros, incluso entre los italianos, expresan puntos de vista muy diferentes sobre el tema. A las doctrinas que vamos a examinar no sólo podemos oponer las de Lutero y Calvino, quienes insistían en la depravación del hombre tras la caída de Adán, acaso guiados por una reacción consciente contra la insistencia humanista en la dignidad del hombre, sino también Montaigne, quien hace hincapié en la debilidad del ser humano y en el modesto lugar que ocupa en el universo y quien, sin embargo, en muchos otros aspectos es un representante típico del humanismo renacentista. En otras palabras, la glorificación del hombre, que vamos a examinar, no fue aprobada más que por unos cuantos pensadores del Renacimiento.

Desde luego, esa glorificación del hombre no fue un descubrimiento del Renacimiento. En la literatura griega es común la alabanza del hombre como inventor de las artes, siendo ejemplos famosos de esto el mito de Prometeo y el segundo coro de la Antígona de Sófocles. En el pensamiento popular de la Antigüedad tardía está muy difundida la idea de que eI hombre es un mundo menor, un microcosmos; Pico y otros pensadores renacentistas citaban vehementemente la frase de que el homhre es un gran milagro, contenida en uno de los llamados tratados herméticos. En un sentido, cabe considerar que el pensamiento griego clásico se centraba en el hombre. Tal quiso decir Cicerón cuando afirmó que Sócrates trajo la filosofía del cielo a la tierra. En la filosofía de Platón y de Aristóteles ocupan un lugar central el hombre y su alma, su excelencia y su felicidad última. De hecho, Platón sitúa el alma humana a medio camino entre el mundo corpóreo y el mundo trascendental de las formas puras, idea que adoptaron y desarrollaron los platónicos y muchos pensadores medievales. Los primeros estoicos trataron el universo como una comunidad de dioses y hombres; este punto de vista, así como sus nociones de ley natural y de la solidaridad de la humanidad, ejercieron una amplia influencia en el pensamiento de etapas posteriores gracias a Cicerón y los juristas, los neoplatónicos y San Agustín.

Por otra parte, queda claramente asentada la superioridad del hombre respecto a las otras criaturas en el Génesis y en varios pasajes más del Antiguo Testamento; el pensamiento cristiano primitivo, al insistir en la salvación de la humanidad y en la encarnación de Cristo, dio un reconocimiento implícito a la dignidad del hombre. Esta idea la desarrollaron aún más algunos Padres de la lglesia, en especial Lactancio y Agustín. En la tradición cristiana medieval, que repitió y desarrolló todas esas ideas, la dignidad del hombre descansaba ante todo en ser una criatura a imagen y semejanza de Dios, capaz de lograr la salvación, y no tanto en su valor como ser natural. Este valor natural era reconocido muy a menudo en términos provenientes de la filosofia antigua, pero ningún pensador medieval pudo evitar subrayar el hecho de que el hombre, debido a la caída de Adán, había perdido mucho de su dignidad natural. En muchos sentidos es típico dei pensamiento medieval un punto de vista pesimista respecto al hombre y a su estado. El tratado sobre el desprecio del mundo, escrito por Lotario (quien se convertiría en lnocencio III, uno de los papas más poderosos), no es sólo un buen ejemplo de este enfoque, sino además uno muy influyente. Tiene. importancia que los humanistas Facio y Manetti escribieran sus tratados sobre la dignidad y la excelencia del hombre como complemento o como crítica de lo dicho por lnocencio III, acudiendo, para reforzar sus argumentos, no sólo a fuentes clásicas, como Cicerón, sino también a los Padres de la Iglesia, como Lactancio.

A pesar de esos precedentes, no podemos evitar la impresión de que, ya iniciado el humanismo renacentista, la insistencia en el hombre y en su dignidad se hace más persistente, más exclusiva y finalmente más sistemática que en los siglos precedentes e incluso que durante la Antigüedad clásica. Petrarca, que a su manera asistemática expresa a menudo ideas que sus sucesores enriquecen, parece haber abierto camino en este asunto. En su tratado Sobre la ignorancia propia y la ajena hace hincapié en que nuestro conocimiento de la naturaleza y de los animales, incluso siendo cierto, resulta inútil si no conocemos asimismo la naturaleza del hombre, el fin para el cual nacemos, de dónde venimos y a dónde vamos. Y cuando, en una carta famosa, describe su subida al monte Ventoux, nos dice que, sobrecogido por aquella vista maravillosa, sacó de su bolsillo su copia de las Confesiones de San Agustín, la abrió al azar y tropezó con el siguiente párrafo: "El hombre admira la altura de las montañas, las grandes avenidas del mar, el transcurrir de los ríos, las orillas de los océanos y las órbitas de las estrellas, y se olvida de sí mismo". Petrarca agrega: "Quedé anonadado. Cerré el libro y sentí enojo contra mí mismo, pues continuaba admirando las cosas terrestres cuando hacía tiempo había aprendido, de la filosofía pagana, que nada es admirable sino el alma, en comparación con la cual, cuando es grande, nada es grande." Expresa así Petrarca su convicción de que el hombre y su alma son el asunto verdaderamente importante de nuestro pensamiento, y al hacer esto cita -y esto es importante- a San Agustín y a Séneca.

Más tarde, en los siglos XIV y XV, los eruditos renacentistas comenzaron a emplear el término humanidades (studia humanitatis) para las disciplinas que estudiaban, enseñaban y querían. El término, tomado de Cicerón y de otros autores antiguos, fue adoptado por Salutati y por Bruni y terminó por significar, como muchas fuentes nos lo indican, los campos de la gramática, la retórica, la poesía, la historia y la filosofía moral. El que se haya aplicado el término a esos temas expresa la idea de que eran en especial adecuados para la educación de un ser humano decente y, por tanto, que son o debieran ser de interés vital para el hombre como tal. El simple uso de ese término indica que los humanistas expresaban su interés fundamental y, por así decirlo, profesional por el hombre y su dignidad; tal aspiración queda muy clara en muchos de sus escritos. Aparece como una noción mencionada de pasada en sus discursos, sus tratados morales y en sus diálogos -como vimos en el caso de Petrarca-, e incluso terminó por constituir el tema central de algunos tratados especiales.

El primero de ellos, escrito por Bartolomeo Facio, maneja el tema en un contexto sumamente religioso y teológico, como lo han dejado ver casi todos los historiadores. Lo que no han comentado es el hecho curioso, apuntado ya hace muchos anos por los biógrafos de Facio, que éste escribió el tratado a instancias de un monje benedictino a quien conocía: Antonio da Barga; éste no sólo le envió una carta urgiéndole que escribiera un complemento al tratado del papa Inocencio III, sino que en esa carta le proponía un esquema para el tratado, que Facio parece haber obedecido en cierta medida. Fácil sería deducir de este episodio la divertida noción de que el primer tratado humanista sobre la dignidad del hombre fue, en realidad, de inspiración monástica y, por lo tanto, medieval. Sin embargo, lo correcto es afirmar que un monje italiano del siglo XV, quien a la vez era amigo de Manetti y otros humanistas, así como autor de tratados que pudiéramos considerar humanistas, se vio afectado por la cultura humanista de su época y
contribuyó a ella de un modo directo e indirecto.