Ignacio de Loyola y la espiritualidad metódica


Si la Reforma —cualesquiera que hayan sido sus causas más profundas— fue culpable de la desdichada división de la cristiandad occidental, uno de sus efectos más beneficiosos fue la renovación de la espiritualidad católica, y por lo tanto también de la mística, gracias a la actividad de algunos grandes santos.

El primero en este campo es Ignacio de Loyola (1495-1565), mejor conocido como el activo fundador de la Compañía de Jesús, pero que fue también un gran contemplativo y místico. Sus primeros años de vida no contienen ciertamente ninguna promesa de su posterior y eminente santidad. Hijo de una noble familia navarra, entró muy pronto en la carrera militar. Fue un soldado ambicioso, orgulloso de su alcurnia lo mismo que de sus hazañas, pero sin ningún interés especial por la religión. El momento decisivo de su vida fue el 20 de mayo de 1521, al ser herido en la pierna cuando estaba defendiendo la fortaleza de Pamplona contra los franceses. Se le envió a su casa con su familia en Loyola, y allí tuvo que soportar largos meses de inactividad. Los únicos libros que su piadosa cuñada le pudo conseguir fueron la Vida de Cristo del cartujo Ludolfo de Sajonia y la Leyenda áurea de Jacobo de Vorágine. Ignacio hubiera preferido los libros de caballería, que entonces estaban en boga, pero pronto los hechos de los santos comenzaron a inflamar su imaginación y se dijo: «Si santo Domingo y san Francisco de Asís pudieron hacer estas cosas, ¿por qué yo no?».

Cuando estuvo restablecido su alma estaba ya cambiada: en vez de seguir siendo soldado del rey se hacía soldado de Cristo. Vestido con un sayal se puso en peregrinación hacia el famoso monasterio de Montserrat, cerca de Barcelona, donde colgó su espada ante la imagen de Nuestra Señora, y permaneció durante algún tiempo con los benedictinos de la abadía, antes de bajar a Manresa. Allí permaneció durante diez meses, llevando una vida de extrema austeridad y constante oración. Durante este tiempo recibió muchas gracias místicas tanto de consuelo como de los sufrimientos de la «noche oscura del alma». El resultado de este período de retiro fue la primera redacción de sus famosos Ejercicios espirituales, una obra que ha influido sobre la espiritualidad cristiana de todos los siglos siguientes. [...]

Aunque san Ignacio fue personalmente un místico, su obra principal, los Ejercicios espirituales, no es un tratado sobre mística. De hecho no es ningún tratado, sino que más bien se le puede llamar un libro de instrucciones sobre el modo de realizar un retiro verdaderamente provechoso que ha de conducir
a la transformación de todo el hombre. Para este fin se ponen en ejercicio tanto el entendimiento como los sentidos y la imaginación para que influyan en la voluntad, a fin de que tome una recta decisión y ordene la propia vida de acuerdo con la voluntad de Dios. El libro exhala el espíritu de los tiempos nuevos: está profundamente compenetrado con la psicología humana y con los más íntimos impulsos de la acción de los hombres. La meditación sobre la vida y las enseñanzas de Cristo no es un fin en sí mismo, sino que está destinada a excitar en el hombre que hace los Ejercicios (porque este libro se ha de «hacer», no simplemente leer) el más generoso esfuerzo en el servicio de Dios, ad maiorem Dei gloriam, el lema de la orden que Ignacio había fundado.

Sin embargo esto no quiere decir que los Ejercicios no tengan nada que ver con la mística. La orden de los jesuítas ha producido una gran cantidad de místicos, y el camino que les condujo como a su mismo fundador, a las alturas de la unión mística fue el de los Ejercicios. Al final de los Ejercicios se encuentra la «Contemplación para alcanzar amor», que realmente es una descripción de la vida mística. Porque, empleando las mismas palabras de Ignacio «el amor consiste en comunicación de las dos partes, es a saber, en dar y comunicar el amante al amado lo que tiene o de lo que tiene o puede, y así, por el contrario, el amado al amante». Esta comunicación entre Dios y el hombre es la esencia de la unión mística, en la que el hombre da todo lo que tiene a Dios y recibe a su vez la vida divina, de manera que pueda decir con san Pablo: «Ya no vivo yo, sino Cristo en mí». Este despertar y desarrollo de la vida de Cristo en el hombre, tal como está expresada en la acción apostólica, es la finalidad total de los Ejercicios; pero el camino para llegar a ese fin es metódico, en correspondencia con el amanecer de la era de la ciencia y la tecnología.

(H. Graef, Historia de la mística. Herder, Barcelona, 1970, pp. 284-288).