El neoplatonismo renacentista y la abolición de todas las barreras


Al tiempo que la reaparición del evolucionismo de Vitrubio y Lucrecio tendía a hacer bajar a tierra el ámbito de las ideas, entre ellas la idea de la Antigüedad, otra filosofía muy distinta, pero también erigida sobre cimientos clásicos, tendía a enlazar el mundo terrenal, y con él también la Antigüedad, con el Cielo: el sistema neoplatónico —o, como se le debería llamar para distinguirlo del de Plotíno y sus seguidores, neoneoplatónico— elaborado por Marsilio Ficino (1433-1499). Desde la modesta villa de Careggi que Cosme de Médicis le regalara en 1462, las enseñanzas de este «Philosophus Platonicus, Theologus et Medicus», como le gustaba llamarse a sí mismo, se difundieron en círculos cada vez más amplios durante los dos últimos decenios de su vida. A su muerte, el movimiento por él iniciado había conquistado toda Europa; y, cambiando de contenido según el momento y el lugar, seguiría siendo una fuerza importante dentro de la cultura occidental durante muchos siglos.
Lo que hizo a este movimiento tan irresistible para todos los beaux esprits del Renacimiento, desde teólogos, humanistas y filósofos naturales hasta hombres de mundo y cortesanos, es precisamente lo que lo hace repugnante a los ojos de esos historiadores modernos de la ciencia y de la filosofía que reducen el concepto de esta última a un análisis del conocimiento y lo cognoscible, y el de aquélla al análisis (o prognosis) matemático de la observación experimental: el difuminar o abolir todas aquellas barreras que habían mantenido separadas —pero también ordenadas— a las cosas durante la Edad Media y que de nuevo alzarían, con alteraciones cimentadas en su desaparición temporal, Galileo, Descartes y Newton. Las doctrina neoplatónica —un triunfo de la «descompartimentalización» y, por lo tanto, pese a todos los puntos de enlace, esencialmente diferente de todos los sistemas escolásticos, incluidos los de predecesores tan aceptados como Enrique de Gante o Duns Escoto— trataba no sólo de fundir, en vez de meramente reconciliar, los principios de la filosofía platónica y pseudoplatónica con los dogmas cristianos (el título mismo de la obra principal de Ficino, Theologia Platonica, no habría sido posible en la Edad Media), sino de probar además que toda revelación es fundamentalmente una; y, cosa todavía más importante desde el punto de vista del laico, que la vida del universo y la del hombre están controladas y dominadas por un «circuito espiritual» (circuitus o circulus spiritualis) continuo que conduce de Dios al mundo y del mundo a Dios.

Para Ficino, Platón es al mismo tiempo un «Moisés hablando en griego ático» y un heredero de la sabiduría de Orfeo, Hermes Trismegísto, Zoroastro y los sabios del antiguo Egipto. El universo neoplatónico es un «animal divino», animado y unificado por una fuerza metafísica «que emana de Dios, penetra los cielos, desciende a través de los elementos y llega a su término en la materia». El microcosmos, el hombre, está organizado y funciona según los mismos principios que el macrocosmos. También a él se le puede describir corno una jerarquía de cuatro hipóstasis o «grados» Mente (mens), Alma (anima), Naturaleza (natura) y Cuerpo (corpus), esto es, «la Materia enaltecida por la Forma»; y ambas entidades, el universo y el hombre, están construidas de tal modo que sus estratos menos perfectos son, como si dijéramos, los términos medios entre lo más elevado y lo más bajo. En tanto que «el Inefable» (Dios) es incorruptible, estable y simple, el primer «grado» inferior a Él, la Mente, es incorruptible y estable pero múltiple, ya que comprende las ideas que son los prototipos de todo lo que existe en las zonas más bajas. El grado siguiente, el Alma, es todavía incorruptible pero ya no estable; moviéndose con movimiento antoinducido, es un locus de causas puras más que de formas puras y, antropológicamente hablando, dicotómica. El alma humana se compone de dos partes: el alma «primera» o «superior», esto es, la razón; y el alma «segunda» o «inferior», esto es, la percepción interna y externa (a saber, la imaginación y los cinco sentidos) así como las facultades de procreación, nutrición y crecimiento. El hombre por lo tanto, comparte su «mente» con la Mente divina, y su «alma inferior» con los animales; el «alma superior» o razón, en cambio, no la comparte con nadie más del universo. Y mientras que su «mente» es un principio de pensamiento puro, inconsciente, que da intuiciones absolutas pero es sólo capaz de contemplación e incapaz de actuar, su «razón» es lo que se ha llamado el «principio de actuosidad», incapaz de intuiciones absolutas pero capaz de «comunicar la cualidad de conciencia no sólo a los actos del pensamiento puro sino también a las funciones empíricas de la vida».

En este extraño mundo del neoplatonismo renacentista todas las fronteras marcadas y fortificadas por el pensamiento medieval han desaparecido, y ello se aplica particularmente a los conceptos del amor y la belleza, los polos mismos del eje alrededor del cual gira la doctrina de Ficino. La interpretación del amor como experiencia metafísica que tiene su objeto real en un «reino supraceleste» había sobrevivido en la Edad Media en dos versiones totalmente distintas: en la idea de la caritas cristiana llegó a ser disociada de la emoción subjetiva amatoria; en ese erotismo trascendente que, completamente extraño a la poesía griega y romana, se cultivó en el Oriente islámico e invadió el Occidente medieval a través de España y la Provenza (para culminar en el dolce sti nuovo de Guído Cavalcanti y Dante), llegó a ser disociada de las fuerzas objetivas que operan en el universo material. De manera semejante, la identificación platónica de lo bueno y lo bello y la definición plotiniana de la belleza como «esplendor de la luz divina» y «causa de la armonía y claridad en todas las cosas» hablan sido conocidas durante toda la Edad Media, principalmente a través de la traducción de Juan Escoto del De caelesti hierarchia del Pseudo-Dionisio Areopagita. Pero Tomás de Aquino no sólo había rechazado esta definición ontológica —«[pulchrum] omnium bene compactionis et claritatis causale», «la belleza es la causa última de la armonía y claridad en todas las cosas»— en favor de otra puramente fenoménica; había trazado además una tajante distinción formal, precursora del interesseloses Wohlgefallen («placer desinteresado») de Kant, entre lo bello y lo bueno y separado así la experiencia estética de su origen metafísico, el amor. Según él, «la belleza requiere tres cosas, a saber: primera, integridad (integritas), porque lo incompleto es feo por esa misma circunstancia; segunda, una proporción o armonía debida (debita proportio sive consonancia); tercera, claridad (claritas), porque de lo que tiene un color brillante (colorem nitidum) se dice que es bello». Y «la bondad atrae propiamente a la facultad apetitiva, porque la bondad es lo que buscan todos los hombres...; la belleza, en cambio, atrae a la facultad cognitiva, porque llamamos bello a aquello cuya vista agrada»".

Ficino, al definir la belleza como «esplendor del rostro de Dios» devolvio a su «claridad» la aureola metafísica que había perdido manos de Tomás de Aquino (para quien claritas no significaba nada más exaltado que un «color brillante»); y, no contento con volver a unir lo que Tomás de Aquino había tenido tanto cuidado de separar, es decir, con reafirmar la identidad de lo bello y lo bueno, igualó lo bello no sólo al amor sino a la beatitud: «El mismo círculo--escribe hablando del circuitus spiritualis que acabamos de mencionar— se puede llamar belleza en cuanto que empieza en Dios y atrae hacía Él; amor, en cuanto que pasa al mundo y lo arrebata; y beatitud, en cuanto que revierte al Creador». En su descenso hacia la tierra, este «esplendor de la bondad divina» se quiebra en tantos rayos como esferas celestes y elementos terrestres hay. Ello explica la diversidad e imperfección del mundo sublunar, ya que, en contraste con las «formas puras», las cosas corpóreas, contaminadas por la materia, son «defectuosas, ineficaces, sujetas a incontables pasiones e impelidas a trabar combates intestinos»; pero explica también su unidad y nobleza intrínsecas, ya que el mismo descenso de lo alto que individualiza, y por lo tanto limita, todas las cosas terrenales las mantiene —por intermedio del «espíritu cósmico» (spiritus mundanus)- en relación constante con Dios. Todas participan, cada una según el camino por el que el influxus divino haya llegado a ella (y no deberíamos olvidar que la palabra «influencia», ahora de uso vulgar, fue en sus orígenes un término cosmológico), de una potencia preterindividual y preternatural que actúa tanto de abajo arriba como de arriba a bajo.

Dado que todo ser humano, planta o animal opera así, si se me permite la expresión, como un acumulador de energía superceleste modificada, se comprende fácilmente que el amor —a excepción de una pasión puramente física, que recibe el nombre peyorativo de amor ferinus y se descarta como una especie de trastorno patológico— sea siempre engendrado por una belleza que, por su propia naturaleza, «llama al alma a Dios» (los platonistas, antiguos y modernos, gustaban de hacer derivar la palabra que en griego significa «belleza», kalós, del verbo kaléin, «llamar»); y que sea cuestión de grado, no cualitativa, el que este amor adopte la forma de amor humanus, satisfecho con la producción y apreciación de la belleza accesible a los sentidos, o de amor divinus, que se eleva y eleva, de la percepción óptica y acústica a una contemplación arrobada de aquello que trasciende no sólo a la percepción, sino incluso a la propia razón. Se comprende igualmente que —dejando aparte la necromancia y el demonismo— no exista, en principio, diferencia entre la medicina, la magia y la astrología. Cuando me entrego a determinada actividad o me comporto de determinada manera, cuando me doy un paseo a determinada hora, cuando interpreto o escucho determinada pieza musical, cuando ingiero determinado alimento, aspiro determinado perfume o tomo determinada medicina, estoy haciendo esencialmente lo mismo que cuando me pongo un amuleto fabricado, en circunstancias favorables, de determinada sustancia y con la imagen o el símbolo de determinado planeta o constelación: en todos estos casos me estoy exponiendo a la influencia del «espíritu cósmico» modificada por las esferas y elementos por los que haya pasado. Porque si la medicina que receta un medico contiene, por ejemplo, menta, esta humilde planta ha adquirido sus propiedades curativas en virtud de haber acumulado «el espíritu del Sol combinado con el de Júpiter»; mientras que otras plantas o minerales son venenosos en virtud de haber acumulado las emanaciones maléficas de Saturno o Marte. De modo semejante, y por razones análogas, Ficino no reconoce diferencia esencial entre la autoridad de las fuentes cristianas y no cristianas. Dado que, como ya hemos mencionado, toda revelación es tan fundamentalmente única como único es el universo material, el mito «pagano» no es tanto un paralelo tipológico o alegórico como una manifestación directa de la verdad religiosa. Lo que el «equitativo Júpiter» enseñó a Pitágoras y Platón no es menos válido que lo que Jehová reveló a cualquiera de los profetas hebreos.

Entre las razones que indujeron a Moisés a decretar el «descanso del Santo Sábado» se cuenta el hecho —que al parecer él debía conocer muy bien— de que el sábado (es decir, el día de Saturno) es «inadecuado para cualquier acción, ya sea civil o militar, pero sumamente apropiado para la contemplación». Si el Ovide moralisé interpreta, por ejemplo —«propter aliquam similitudinem», como diría Tomás de Aquino—, la historia de Europa raptada por el toro y sujetándose a uno de sus cuernos diciendo que «significa» la redención del alma, firme en la fe, por Cristo, Ficino (en una importante epístola titulada Prospera in fato fortuna, vera in virtute felicitas. «la buena suerte la dan los hados, la verdadera felicidad se funda en la virtud») emplea el mismo verso, significare, para intentar demostrar que «todos los cielos están dentro de nosotros»: «en nosotros (in nobis) la Luna significa el continuo movimiento de la mente y el cuerpo; Marte, la celeridad; Saturno, la lentitud; Mercurio, la razón; y Venus, la humanidad». Y en un poema astro-mitológico de uno de sus íntimos, Lorenzo Buonincontri, el poeta. que ha entrado en la «tercera órbita» de los cielos, no sólo invoca a la rectora de esta órbita, Venus, juntamente con la Virgen María, sino que además saluda a la sancta Dei genitrix como a una «diosa de las diosas» (diva dearum) a quien él, en obras anteriores, «a menudo había osado dirigirse bajo el nombre ficticio de Venus». No es extraño que semejante filosofía, que permitía al humanista llegar a un acuerdo con la teología, al científico con la metafísica, al moralista con las flaquezas de la humanidad, y a los hombres y mujeres de mundo con las «cosas del espíritu», alcanzara un éxito solamente comparable al del psicoanálisis en nuestros días. .Lo mismo que coadyuvó a dar forma al pensamiento de Erasmo de Rotterdam (cuyo Elogio de la estulticia finaliza en una nota muy seria y esencialmente neoplatónica), León Hebreo, Kepler, Patrízzi y Giordano Bruno (inclusive tuvo parte en el descubrimiento de la circulación pulmonar por Miguel Servet), y que influyó profundamente sobre el enfoque de lo que ahora llamaríamos critica literaria, musicología y estética, sirvió también para producir —sobre todo en el ambiente más ginocrátíco del norte de Italia— una avalancha de Diálogos sobre el amor que yo una vez, en un momento de euforia, califiqué de mezcla de Petrarca y Emily Post, vestida de un lenguaje neoplatónico.

Donde se observa un efecto más profundo y productivo de la Weltanschauung neoplatónica es, sin embargo, en la poesía —desde Girolamo Benivieni hasta Tasso, Joachim du Bellay, Spenser, Donne, Shaftesbury, Goethe y Keats— y en las artes visuales. Nunca hasta entonces la doctrina platónica del «frenesí divino», fundida con la idea aristotélica de que todos los hombres notables son melancólicos y con la creencia astrológica en una relación especial entre el humor melancholicus y el más maléfico pero al mismo tiempo más elevado y augusto de los siete planetas, había dado origen al concepto del «genio» saturnino que sigue su senda solitaria y peligrosa a gran altura sobre la multitud y separado de los demás mortales por su capacidad de «crear» por inspiracion divina. Desde los días del abad Suger de Saint-Denis, que transfirió la leve metafísica del Pseudo-Dionisio Areopagita y Juan Escoto del mundo de la naturaleza creada por Dios al de los artefactos hechos por el hombre, no se había atribuido a los pintores y escultores la tarea sacerdotal de proporcionar esa «dirección manual» (manuductio) que permite al alma humana ascender «por medio de todas las cosas hasta esa Causa de todas las cosas que les confiere lugar y orden, número, especie y clase, bondad y belleza y esencia, y todos los demás dones y dádivas». Y ni siquiera Suger, que como es natural pensaba exclusivamente en términos de arte eclesiástico, podría haber imaginado una filosofía que, como la de Ficino, aboliera toda línea divisoria entre lo sacro y lo profano y con ello lograse, por emplear la excelente fórmula de Ernst Gombrich, «abrir para el arte secular esferas emocionales que hasta entonces habían sido coto cerrado del culto religioso».

(E. Panofsky, Renacimiento y renacimientos en el arte occidental. Alianza Ed., Madrid, 1975, pp. 262-270)