Reproducimos unos párrafos del artículo de Silvia Magnavacca, "Los albores del humanismo. Petrarca y el reingreso de San Agustín", en el cual valora el papel que la Antigüedad obtuvo para los humanistas italianos como pértiga para reeencontrarse consigo mismos en una época histórica de crisis nacional. Puede leerse el texto completo en este enlace.
En esencia, el Humanismo es un fenómeno cultural cuya nota central es la intensificación del recurso a los valores de la civilización antigua y, sobre, todo, la latina. Dichos valores no sólo eran los expresados en la obras literarias de la Antigüedad, sino también las jurídicas, las filosóficas, las artísticas y las científicas. Tal remisión obedece a la apertura hacia el pasado, propia del fenómeno humanístico e implulsada por la crisis peculiar que se manifiesta ya desde las primeras décadas del siglo XIV. En efecto, en esa apertura, Occidente va en busca de sus orígenes. Lo hace porque ya no se siente respaldado por su pasado más reciente. En este sentido, el Humanismo constituye el intento de Europa de reconocerse, indagando en su filiación, es decir, arrojando una mirada honda y, al mismo tiempo, abarcante sobre su procedencia.
Poco debe sorprender que dicho intento se inicie y tenga su epicentro en Italia, o sea donde precisamente se gestó esa filiación. En ese regreso a la cuna —guiado por una intencionalidad diferente de la que había hecho que los copistas medievales conservaran las obras antiguas— se verifica un encuentro nuevo con los libros fundamentales de Occidente, con sus viejos maestros, cuyas doctrinas vuelven a resonar a través de los siglos. Y se da, consecuentemente, una revalorización de los mismos, ya que si los textos no se han alterado sí lo hicieron las circunstancias históricas desde las que se los lee. Esa apertura hacia el pasado no hubiera sido universal si sólo hubiera estado dirigida a los textos escritos en latín, esto es en la lengua de los ancestros propios. Por el contrario, se volcó también a las fuentes orientales, griegas, helenísticas, hebraicas, buscando así las cunas de la humanidad y conformando de esta suerte la biblioteca universal del Mediterráneo en una síntesis brillante. Toda la sabiduría que potencialmente estaba disponible se capitaliza y se asume, pues, como legítima herencia.
Conviene señalar cuanto antes un segundo aspecto fundamental en el fenómeno del Humanismo: ese recurso a la antigüedad no se verifica con el solo fin de imitarla, de reeditar su brillo en una actitud que —desde el punto de vista cultural— podría calificarse, por lo menos, de superficial. Lejos de ello, los humanistas apelaron a él para asumir elementos de la cultura antigua como factores determinantes de una renovación creativa. Tal vez el origen del extendido equívoco al que se acaba de aludir obedezca al oropel del que suele aparecer rodeado el movimiento humanístico: sus protagonistas pertenecen —principal, aunque no exclusivamente— a élites laicas que acompañan al poder civil en busca de una cultura nueva que no respondiera solo a la visión teológico-eclesiástica imperante en la época. De ahí que no constituya un fenómeno rural sino urbano, rastreable en ambientes aristocráticos, de la burguesía prominente y también del alto clero.
El tercer aspecto importante en este movimiento de vuelta a los orígenes, crítica del pasado reciente y replanteo de la propia identidad, atañe a la peculiaridad que asume en tierra italiana. Varios factores confluyen para que así sea: en primer lugar, el interés y aun la exaltación de la romanidad clásica constituía el reencuentro con un pasado glorioso que, si bien era visto como patrimonio de Occidente, concernía de modo directo a los italianos, quienes lo sentían como propio. En segundo término, el particular florecimiento de los humanistas en Italia también obedece al momento político que ella atravesaba: sus numerosos y pequeños estados conformaban organismos que requerían hombres cultos cuyos talentos literarios fueran útiles en la diplomacia y en la actividad política, además de contribuir al prestigio intelectual de dichos estados. Por último, hay que considerar la intensificación de las relaciones político-económicas que Italia sostenía con el mundo oriental. Esta apertura promueve el contacto con los intelectuales bizantinos, herederos de la lengua y la tradición griegas, quienes alimentaron en los italianos su ya alerta gusto por la literatura clásica. Con este último punto se vincula el espíritu crítico y, a la vez, renovador y creativo del movimiento humanístico.
En efecto, la atracción que sobre los humanistas ejercían las obras clásicas fue nutriendo la pasión por los manuscritos que custodiaban la redacción más genuina y completa del pensamiento antiguo, pasión que redundó en la capacidad de distinguir textos auténticos y espurios. Pero este espíritu crítico terminó por calar más hondamente en el bagaje intelectual redescubierto: se fue afinando la sensibilidad para rever, por confrontación con lo antiguo, la escala de valores y la visión del mundo y del hombre que se había mantenido durante el Medioevo, pero que ya no ofrecía respuestas al desasosiego de una época en crisis. Así pues, los humanistas se valen de ese recurso a lo originario, de ese viaje el pasado, para satisfacer profundas exigencias de su propio presentes.
Por esa razón, el fenómeno humanístico, que tantas veces se quiere reducir a un movimiento filológico, presenta una faceta filosófica; más aún, culmina en ella. De este modo, caracterizamos en general el Humanismo como movimiento cultural mediante dos notas fundamentales: la puesta en crisis —o aun el rechazo decidido— del pasado inmediato por insatisfactorio; y la remisión a los orígenes motivada, de un lado, por la búsqueda de respuestas que ese pasado reciente no alcanzaba a proveer ante la nueva situación histórica, y, de otro, por la necesidad de replantear la propia identidad.