En su libro El Renacimiento europeo. Centro y periferias (Crítica, 2000), Peter Burke aborda el lento proceso de "superación" o transformación del Renacimiento que supuso la Revolución científica del s. XVII, la cual infligió un gran golpe a ciertos conceptos muy queridos por los humanistas, como por ejemplo el de que el hombre es la medida de todas las cosas. En este fragmento, podremos acompañar al autor en su minuciosa descripción de los ritmos que siguió esta evolución histórica en según qué temas y lugares.
La cuestión de cuándo terminó el Renacimiento es tan
controvertida como la de cuándo se inició. La respuesta dada -con algunas
puntualizaciones- en las páginas que siguen es que la desintegración de dicho
sistema cultural ocurrió a inicios del siglo XVII, con la revolución científica
y el surgimiento del Barroco, aunque en ciertos campos, desde los colegios de
secundaria hasta las academias de arte, las prácticas renacentistas
persistieron mucho más tiempo.
Retrospectivamente se
podría sostener que ya a finales del siglo XVI era posible encontrar una vaga
conciencia de estos cambios; por ejemplo, en el humanista francés Etienne
Pasquier, Louis Le Roy y Montaigne. «Todas las cosas están en continuo
movimiento, cambio y variación», escribió Montaigne en sus Essais (libro
2, cap. 12). O también «El mundo está en perpetua agitación» (libro 3,
capítulo 2). Sean llamados «tardorrenacentistas», «metafísicos» o «barrocos»,
los poetas de esta época -D'Aubigné, Quevedo, Donne- transmiten un agudo y a
veces angustioso sentido del flujo o inconstancia de los asuntos humanos. En el
caso de los dos últimos mencionados, el sentimiento de inestabilidad se ve
acentuado por su conversión del protestantismo al catolicismo, en el caso del
polaco, y del catolicismo al protestantismo, en el caso del inglés. No es
sorprendente que el poeta católico holandés Vondel llamara a Donne «sol
oscuro».
Tal actitud
contribuye a explicar la popularidad de las Metamorfosis de Ovidio (uno
de los libros favoritos de Montaigne) como fuente de los poetas, artistas y
compositores de la época: Acteón convertido en ciervo, Dafne en laurel, etc. La
historia de Dafne inspiró una de las primeras óperas en 1598. El Apolo y
Dafne de Gianlorenzo Bernini, por lo general considerada una de las
primeras grandes obras de la escultura barroca, data de 1622-1624.
El filósofo Tommaso Campanella, al escribir a Galileo
en 1632, afirmaba ver una «nueva era» anunciada por «nuevos mundos, nuevas
estrellas, nuevos sistemas, nuevas naciones». No mencionaba en absoluto el
renacer ni el ejemplo de la Antigüedad. Por el contrario, aseveraba que sus
contemporáneos eran los verdaderos antiguos porque el mundo era más viejo en su
día que en el tiempo de los antiguos griegos y romanos, argumento que no pocas
veces esgrimió un grupo de «modernos» en el siglo XVII que sostenían que sus logros
eran mayores que los de sus antiguos predecesores. Galileo y Descartes
ofrecieron ejemplos muy nítidos de una ruptura deliberada con la tradición, en
especial con la filosofía natural de Aristóteles. Galileo rechazó la idea de
que los cielos eran perfectos, mientras que Descartes trataba de dar un
fundamento completamente nuevo a la filosofía. El partido de los «modernos»
utilizaba el ejemplo de la «nueva filosofía» de Galileo y Descartes para apoyar
su rechazo de la que había sido la premisa central para los humanistas
renacentistas, la de la primacía de los antiguos.
La creciente
respetabilidad de la innovación se refleja en los títulos de libros tales como Nueva
astronomía (1609) de Kepler, el Novum Organum (1620) de Bacon y los Discorsi
e dimostrazione matematiche intorno a due nuove scienze (1638) de Galileo.
La imagen del mundo de las élites europeas había sido relativamente estable
desde la recepción de Aristóteles en el siglo XIII. Las ideas aristotélicas
eran con frecuencia criticadas y a veces modificadas, pero el sistema
intelectual asociado a Aristóteles no fue reemplazado. Las actitudes humanistas
frente a la dignidad del hombre, por ejemplo, podían ser nuevas en su énfasis,
pero no alteraron la imagen tradicional del cosmos.
Sin. embargo, esta imagen fue modificada en muchos
aspectos fundamentales entre 1600 y 1700, cuando la hipótesis copernicana de
que la tierra no era el centro del universo fue más ampliamente conocida y, en
consecuencia, hubo una mayor propensión a concebir el cosmos como mecánico,
regido por las leyes de la física, antes que como un universo animado. Kepler,
que alguna vez había pensado que los planetas eran empujados por almas o
«inteligencias», asumió la idea de que el movimiento planetario podía
explicarse en términos mecánicos. Descartes comparaba el funcionamiento del
cuerpo de los hombres y los animales al de las máquinas.
Otro cambio importante fue la llamada «ruptura del
círculo», en otras palabras, la decadencia de la idea de correspondencias
«objetivas», entre microcosmos y macrocosmos, por ejemplo, o entre el cuerpo
humano y el «cuerpo político», donde los diferentes grupos sociales
desempeñaban el papel de la cabeza, las manos, el estómago, etc. Los poetas y
los filósofos continuaron utilizando «analogías» de este tipo, pero eran
consideradas cada vez más como metáforas. La razón, encarnada en las
matemáticas, sobre todo en la geometría, ganó el prestigio intelectual que la
autoridad de la Antigüedad iba perdiendo. En su Leviathan (1651), Thomas
Hobbes analizaba la teoría política con el lenguaje de la filosofía mecanicista
y trataba de deducir sus conclusiones a partir de axiomas generales. Spinoza
afirmaba que las proposiciones de su Ethica estaban «geométricamente
demostradas». Se hicieron intentos incluso de aplicar el método geométrico a la
escritura de la historia.
Por estas razones se
acuñó y utilizó la frase «revolución científica» para definir el período entre
el Renacimiento y la Ilustración. En la década de 1940, un historiador
británico aseveraba que esta revolución fue tan importante en la historia
universal que redujo al Renacimiento y a la Reforma «al rango de meros
episodios». Estudios más recientes han subrayado que se trató de un cambio
gradual más que una súbita «revolución», señalando que aunque el método
geométrico fue criticado, también fue aceptado, y advirtiendo que la
homogeneidad del movimiento (como en el caso del Renacimiento) había sido
exagerada. Con todo, pocos historiadores niegan la importancia histórica de la
reforma de las ciencias naturales en el siglo XVII.
El que los estilos artísticos denominados hoy
clasicismo y barroco marcaran una ruptura importante con los del Renacimiento
es una cuestión debatida. A Monteverdi, por ejemplo, se le ha considerado tanto
un renacentista tardío como un barroco. Un argumento similar podría aplicarse a
Rubens, dada su pertenencia al círculo humanista de Lipsius, su interés en la
Antigüedad, su visita a Italia en 1600 y su admiración por la época de la
emulación perceptible en sus copias de las pinturas de Tiziano. La cuestión,
una vez más, no es incluir a Rubens en el Renacimiento, sino difuminar las
líneas entre los períodos trazados por los historiadores al examinarlos desde
diversos ángulos. Así como Petrarca y Giotto pueden ser considerados como
medievales y a la vez señalar que tuvieron un papel fundamental en el
Renacimiento, de la misma forma Rubens puede ser situado en más de una
categoría.
Un cambio más evidente es la decadencia gradual de la
hegemonía cultural italiana. En el siglo XVII, la época de Descartes y
Corneille, de Racine y Moliere, de Boileau y Bossuet, hubo una nueva preponderance
française, como la hubo en la Alta Edad Media. La hegemonía de la tradición
clásica también fue desafiada. El auge de géneros como la novela y el paisaje, que tenían pocos
precedentes clásicos, aumentó la distancia entre los escritores y pintores del
siglo XVII y los modelos de la Antigüedad. La «batalla de los libros» entre los
partidarios de los antiguos y los de los «modernos» en Francia y en Inglaterra,
a finales del siglo XVII, era una puesta en escena del conflicto entre ambos
mundos. Estos cambios en las ideas y las prácticas implicaron el fin del
Renacimiento como movimiento coherente alrededor de 1630, siendo esto más claro
en Italia. Sin embargo esta generalización requiere que se hagan tres
precisiones.
En primer lugar, la decadencia del movimiento fue por
lo general lenta antes que súbita, un marchitarse o desintegrarse antes que un
fin abrupto. En contraste con la época de Petrarca, las fuerzas de resistencia
y reproducción cultural actuaban en favor del Renacimiento. Como en el caso del
gótico, no es fácil distinguir persistencia de recuperación. Después de todo,
el proceso de apropiación y adaptación, fuera consciente o inconsciente, era
activo en ambas situaciones.
En segundo lugar, no puede presumirse que todos los
ámbitos culturales compartieran una misma cronología. Tenían sus propias
continuidades y discontinuidades.
En tercer lugar, el destino del movimiento tuvo
variaciones regionales. Ciertas tendencias fueron descubiertas en la periferia
de Europa en el mismo momento en que estaban desapareciendo en el centro. Los
ayuntamientos provinciales ingleses no comenzaron a construir en el estilo
clásico hasta finales del siglo XVII, como por ejemplo en Abingdon en 1678.
Rusia, que había participado sólo marginalmente en el Renacimiento en los
siglos XV y XVI lo descubrió a finales del siglo XVII. El zar Pedro el Grande,
por ejemplo, celebró su victoria sobre los tártaros en 1696 con una entrada
triunfal de estilo renacentista. Su famoso entusiasmo por la tecnología parece
haber coexistido con un interés en la cultura humanista, incluidos los
emblemas. En todo caso un libro de emblemas fue publicado para él en Amsterdam
en 1705, y reimpreso en Rusia en 1719.
El humanismo sobrevivió a la revolución científica,
aunque su lugar en la cultura europea fue cada vez más limitado. El curriculum
de las escuelas latinas siguió siendo el mismo más o menos hasta los inicios
del siglo XIX. En las universidades, el reemplazo del aristotelismo por la
filosofía mecanicista se inició alrededor de 1650 pero el proceso sólo se
completó al cabo de un siglo. No es sorprendente que el pensamiento de Galileo,
Hobbes y Descartes estuviera en parte formado por los conceptos, métodos y
valores del humanismo. En efecto, Galileo ha sido definido como «un fiel
heredero de la tradición humanista».
En literatura, la Roma de Urbano VIII fue el
escenario de un «segundo Renacimiento romano» que imitaba el modelo de la época
de León X. De forma más general, las continuidades entre el clasicismo del
siglo XVII y el Renacimiento en su apogeo no son difíciles de percibir. En los
Países Bajos, el Renacimiento literario abarca la época del dramaturgo y poeta
Joost van den Vondel, es decir, hasta la década de 1660. Boileau y Racine
pueden ser considerados humanistas dado que el elevado estilo con que
escribieron, como su imitación de los antiguos, es difícil de distinguir de la
teoría y la práctica de Pietro Bembo. La era clásica de la literatura francesa
fue un retorno a las normas del apogeo del Renacimiento en reacción contra la
ruptura de normas de finales del siglo XVI.
En Inglaterra asimismo el final del Renacimiento fue
casi imperceptible. Robert Burton inició la Anatomy
of Melancholy (1621) en un estilo auténticamente humanista con la
frase «El hombre, la criatura más excelente y noble del mundo». En su Religio Medici (1642), el médico Thomas Browne
escribía sobre «la dignidad de la humanidad». Si incluimos a Browne en el
movimiento humanista, entonces será difícil excluir al político Edward Hyde,
cuya reflexión sobre los méritos respectivos de la vida activa y la
contemplativa seguía la tradición de Leonardo Bruni. Si incluimos a Hyde, es
difícil entonces justificar la exclusión de los llamados «platonistas de
Cambridge», que continuaron en la tradición de Ficino hasta finales del siglo
XVII. En otros lugares de Europa, el interés enciclopédico de eruditos como el jesuíta
alemán Athanasius Kircher o el sueco Olaus Rudbeck, trae a la memoria una serie
de antiguos humanistas. Cuando las obras completas de Erasmo fueron reeditadas
por Jean Leclerc en Leiden entre 1703 y 1706, en diez volúmenes en folio, es
difícil saber si debemos hablar de una pervivencia o de una recuperación. Para
Leclerc, un pastor calvinista de la tendencia más voluntarista o «arminiana» ,
la defensa de Erasmo del libre albedrío era una legitimación de su propia
posición. Leclerc sugirió que había necesidad de «un nuevo Erasmo» en su propia
época para combatir las nuevas supersticiones. Para su coetáneo y adversario
Pierre Bayle, otro pastor calvinista de la república holandesa, Erasmo era
sobre todo una gigantesca figura de la República de las Letras, una causa a la
que también Bayle dedicó gran esfuerzo. Para Voltaire, por otra parte, Erasmo
era más memorable como crítico de los frailes.
Incluso en el siglo XVIII, las actitudes y valores de
algunos de los principales intelectuales europeos todavía tenían mucho en común
con las de Bruna, por poner un caso, o con las de Pico o Bembo. El filósofo
Ernst Cassirer definió el Renacimiento como «la primera Ilustración»; parece
igualmente adecuado denominar a ésta un «segundo renacimiento» por lo menos. En
Alemania, Gotthold Ephraim Lessing y Johan Gonfried Herder se preocupaban por
lo que éste llamaba la Humanität, una
adaptación del ideal de humanitas. En
cierto sentido puede ser útil definirlos a ambos como humanistas, aunque el
interés de Herder por la cultura popular habría asombrado, Por decirlo así, a
Bembo, mientras que el Laocoonte (1766)
de Lessing minaba las analogías entre poesía y pintura tan amadas por los
críticos renacentistas. El propósito de estas comparaciones, como en el caso de
Rubens, no es negar el cambio o intentar incluir el siglo XVIII en el
territorio del Renacimiento, sino simplemente resaltar el poder de la
tradición. De Lessing y Herder se puede decir que reconstruyeron el humanismo
para adaptarlo a las necesidades de su época. Sin embargo, la tradición
humanista siempre ha estado en construcción. Bruna se diferenciaba en diversos
aspectos de Petrarca, Ficino de Bruni, Erasmo de Ficino y Lipsius de Erasmo.