Ciencia y educación en el Renacimiento


Vittorino da Feltre
Los términos Renacimiento y humanismo han sido utilizados con tantas y tan variadas connotaciones que difícilmente podríamos satisfacer a dos eruditos con una sola definición. Por nuestra parte, no vemos la necesidad de intentarlo. Sin duda, el Renacimiento implicaba una especie de “renacimiento” del conocimiento —a la vez que un renacimiento del arte y la literatura—. Y, efectivamente, en este periodo se desarrolló una nueva ciencia. Pero, una vez admitido lo anterior, debemos ser cautos para no incurrir en simplificaciones. El nuevo amor a la naturaleza que expresaron Petrarca (m. hacia 1374) y otros humanistas del siglo XIV tuvo más de una consecuencia. Aceptamos sin vacilar que contribuyó a la aparición de un nuevo método para estudiar los fenómenos naturales basado en la observación, pero advertimos también que Petrarca y algunos humanistas posteriores desconfiaban profundamente de la importancia que tradicionalmente había dado el escolasticismo a la filosofía y a las ciencias. La preferencia de estos hombres por la retórica y la historia era una reacción consciente contra los estudios “aristotélicos”, de carácter más técnico, que por mucho tiempo habían sido la piedra angular de la universidad medieval. Los humanistas perseguían el perfeccionamiento moral del hombre y desdeñaban las disputas lógicas y escolásticas que caracterizaban los estudios superiores tradicionales.

Este cambio de valores daría por resultado un nuevo interés en los problemas educativos. Los programas de reforma educativa de los siglos XIV y XV iban a estar encaminados no a las universidades, sino a la enseñanza elemental. El educador humanista Vittorino da Feltre (1378-1446) fundó una escuela donde los alumnos practicaban ejercicios militares y se les exhortaba a sobresalir en los deportes. En las aulas estudiaban retórica, música, geografía e historia —y, poniendo de ejemplo a los antiguos, se les enseñaba a anteponer los principios morales y la actividad política a los principios básicos del trivium (gramática, retórica y lógica) o al estudio de las asignaturas filosóficas y científicas tradicionales—. Muchos de los más renombrados sabios humanistas iban a sentirse afectados por este movimiento de reforma educativa. El resultado puede verse claramente en la obra de Erasmo (1466-1536). Éste pensaba que, para conocer la naturaleza, al alumno le bastaba con seguir el curso normal de estudios que comprendía la lectura de los autores literarios de la Antigüedad.

A su juicio, las matemáticas no tenían mucha importancia para un hombre educado. Y Juan Luis Vives (1492-1540), indudablemente el más insigne de los educadores del Renacimiento, concordaba plenamente con él cuando, al impugnar el estudio de las matemáticas, argumentaba que éstas tendían a “desviar la mente de los fines prácticos de la vida” y la hacían “menos apta para fundir las realidades concretas y las mundanas”.  Pero ¿podemos decir entonces que las universidades seguían siendo los centros de instrucción científica? En general, lo eran todavía, mas cada vez era mayor el número de los investigadores de la medicina y las ciencias que rechazaban el exagerado conservadurismo de muchas —probablemente la mayoría— de las instituciones de enseñanza superior. Peter Ramus (1515-1572) recordaba su formación académica con gran desencanto: “Después de haber dedicado tres años y seis meses a la filosofía escolástica, de acuerdo con las reglas de nuestra universidad; después de haber leído, discutido y meditado sobre los distintos tratados del Organon (pues, de los libros de Aristóteles, aquellos que trataban de la dialéctica eran leídos y releídos especialmente en el curso de tres años); aun después, digo, de haber invertido todo ese tiempo, considerando los años en que me ocupé por entero en el estudio de las artes escolásticas, quise saber, en consecuencia, a qué propósito podía aplicar el conocimiento que con tanto esfuerzo y fatiga había adquirido. Pronto descubrí que toda esa dialéctica no me había vuelto más docto en la historia y el saber de la Antigüedad, ni más diestro en la elocuencia, ni mejor poeta ni más sabio en nada. ¡Ah, qué estupefacción, qué dolor! ¡Cómo deploraba mi malhadado destino, la esterilidad de mi mente que, tras tanto trabajo, no podía recoger ni percibir siquiera los frutos de esa sabiduría que, según se afirmaba, se hallaba con tanta abundancia en la dialéctica de Aristóteles!”.

Ramus no era el único que experimentaba esa desilusión —y sus lamentaciones no carecían de fundamento. París, por ejemplo, fue considerada un baluarte de la medicina galénica durante los siglos XVI y XVII, mientras que en Inglaterra los estatutos isabelinos de Cambridge (1570) y el código laudiano de Oxford (1636) mantenían oficialmente la autoridad de los antiguos. Y las primeras asociaciones profesionales no eran necesariamente mejores. El Colegio de Médicos de Londres desconfiaba de toda innovación. Así, en 1559, cuando el doctor John Geynes se atrevió a sugerir la posibilidad de que Galeno (129- 199 d.C.) no fuera infalible, la reacción fue inmediata y drástica. Se obligó al buen doctor a firmar una retractación para ser readmitido en la agrupación de sus colegas.

No obstante, el conservadurismo que se observa en muchas de las principales universidades en los siglos XVI y XVII puede compensarse en parte con una tradición crítica que había sido aplicada a los textos científicos de la Antigüedad en Oxford y en París en el siglo XIV. Esta obra, asociada con el escolasticismo, vendría a ser particularmente beneficiosa para el estudio de la física del movimiento. Como tradición erudita, todavía estaba vigente en la Universidad de Padua y otras universidades del norte de Italia en el siglo XVI. Para muchos, sin embargo, la crítica científica era una especie de curioso juego humanístico, y al erudito debía elogiársele por eliminar las vulgares anotaciones y enmendaduras de origen medieval que adulteraban los textos antiguos. Más que la verdad científica, su meta era la pureza textual. En suma, la educación que se impartía a principios del Renacimiento tenía dudoso valor para el desarrollo de las ciencias. La educación universitaria de este periodo puede caracterizarse, en su mayor parte, como conservadora. Y en cuanto a la reforma de la educación primaria que se llevó a cabo en los siglos XIV y XV, era declaradamente anticientífica.

Fuente: A.G. Debus, El hombre y la naturaleza en el Renacimiento. FCE, México D.F., 1986. Texto completo: aquí.