
No, con el humanismo, los grandes difícilmente tenían nada que perder, y sí, con certeza, no poco que ganar. En la variedad a su medida, el humanismo les enseñaba a duplicar sus horizontes con un orbe ideal más rico y más completo que cualquier otro (inmensamente más rico y más completo, por supuesto, que el mundo de la caballería artúrica y carolingia), un orbe que rebosaba en puntos de referencia con los que confrontarse a cualquier propósito, que invitaba a estilizar la vida, refinaba el ocio y la conversación, proporcionaba una elegancia inédita con que distinguirse, no ya del común de los mortales, sino entre las filas de la propia élite. Era un universo cultural nuevo, polivalente, manejable, cómodo. Comprendemos que la flor y nata de Italia, y luego de toda Europa, lo acogiera con singular benevolencia y lo pusiera de moda en una versión ad usum.
En todo caso, si algo sabía el Rey [Alfonso de Aragón] es que «el mundo se rige en la mayor parte por openión» y que la «openión» entonces más estimada llegaba del campo de los studia humanitatis. Percibirlo así e instrumentalizarlo a su favor, incluso si no hubiera sentido por el mundo clásico la atracción que ciertamente sentía, habría ya sido prueba de un talento en verdad soberano y muestra óptima de hasta qué punto el humanismo se prestaba a ser no solo escuela de erudición, sino instrumento político y estilo de vida para grandes señores.