La transformación de la iconografla religiosa en la Alemania del s. XVI


En su apasionante libro El espejo del artista. El arte del Renacimiento septentrional en su contexto histórico (Akal, 2007), Craig Harbison desgrana el impacto que la emergente cultura humanista tuvo en la pintura de los países nórdicos, especialmente en Alemania, tanto en el orden temático como dogmático y teológico. Como es natural, el auge del luteranismo tenía que traducirse en la progresiva desaparición de ciertas figuras en beneficio de otras, un fenómeno que en la ilustración de la Biblia se hizo especialmente lacerante, como analizaremos en otras Crónicas. Por lo pronto, valga este extracto para ubicar el escenario de los cambios que el Renacimiento infligió a la herencia medieval.

Si analizamos las implicaciones del pensamiento de Cranach y Lutero, el valor del arte religioso quedaría reducido; es decir, especialmente en su importancia dentro de un sistema de buenas obras. Además, estaríamos restringiendo drásticamente la amplia gama de funciones atribuibles en el siglo XVI a una imagen piadosa, tales como exhibir una posición económica y social, conseguir determinadas ambiciones personales o indulgencias religiosas. Nos quedaría un simple esbozo, literal y figurado, de la tolerancia y permisividad anteriores. Los protestantes creían con especial vehemencia que las complejas fuerzas que habían moldeado el arte religioso en el pasado debían ser desplazadas hacia otra clase de empresas artísticas. En este sentido, podernos hablar de una secularización de la inspiración artística a finales de esta centuria. La iconografía religiosa del siglo XV estuvo caracterizada por una heterogénea amalgama de lo que hoy llamaríamos sagrado, por una parte, y determinadas esferas de lo profano, por otra. Política, religión y placer de los sentidos se mezclaban con toda libertad. La situación económica, la distinción social y la historia familiar también tenían cabida en la vida religiosa y su representación artística.

Sin embargo, el siglo XVI sería testigo de la paulatina separación de tales intereses por ser aspectos distintos de la vida, cada uno con su manifestación artística correspondiente. Así, los bodegones, que habían sido hasta entonces meros detalles integrantes de obras religiosas mayores, pasaron a ser obras independientes, de gran atractivo para comerciantes y mercaderes. De igual forma, los paisajes se convirtieron en una categoría artística diferenciada, que bebía de los viajes, exploraciones y propiedades de tierras de la gente. Asimismo, los retratos de personajes de la época, siempre de moda, sustituyeron paulatinamente a las imágenes de santos y héroes consagrados. En cierto modo, parece una evolución lógica y progresiva. Toda vez que un artista de la talla de Robert Campin había representado a la Virgen con el Niño (arriba) en un emplazamiento claramente burgués del siglo XV, no quedaba ya obstáculo alguno para que los autores posteriores eliminasen todo detalle simbólico para centrarse en los rasgos humanos de la Virgen y el Niño: ella como madre que alimenta a su hijo, y Jesús como un niño travieso.


Ante una obra como la Virgen con el Niño con un cuenco de avena de Gerard David (encima), cabe preguntarse si hay en ella un solo detalle necesaria e incuestionablemente sagrado. Cien años después, estas imágenes eran vistas en los Países Bajos corno lo que eran, retratos de una madre de la época con su hijo. La imagen de David es tan cercana y profana, que es posible creer que no se concibiese, intencionadamente, como sagrada —en el sentido de pertener a otro mundo, espiritual—. En esta pintura, la Virgen es un modelo de comportamiento humano, no la intercesora milagrosa a quien uno rezaba en momentos de necesidad. Esto también evitó que la obra de David pudiera ser objeto de idolatría o adoración.