Francesco Guicciardini (Florencia, 6 de marzo de 1483–Arcetri, 22 de mayo de 1540) fue un filósofo, historiador y político italiano, conocido sobre todo por su Historia de Italia, vasto y detallado fresco de los acontecimientos italianos entre 1494 y 1532 y obra maestra de la historiografía de la primera época moderna y de la historiografía científica en general. Como tal, es un monumento a la clase intelectual italiana del siglo XVI, y más específicamente a la escuela florentina de historiadores filósofos (o políticos) de la cual formaron parte también Niccolò Machiavelli, Segni, Pitti, Nardi, Varchi, Francesco Vettori y Donato Giannotti. La obra desenmaraña la retorcida red de la política de los estados italianos del Renacimiento con paciencia e intuición. El autor se sitúa voluntariamente como espectador imparcial y como crítico frío y curioso, alcanzando resultados excelentes como analista y pensador (si bien resulta más débil su comprensión de las fuerzas en juego en el vasto escenario europeo).
Estos aforismos forman parte de sus célebres Recuerdos, donde plasmó sus impresiones personales en un estilo distendido y franco.
No creas en aquellos que predican la libertad de manera convincente, porque de todos ellos es casi imposible hallar a uno solo que no tenga por móvil sus intereses particulares; y, a menudo, la experiencia enseña, de modo muy certero, que si creyesen ver en un gobierno totalitario mejores condiciones para realizar sus propósitos, correrían a servirle de inmediato.
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No hay cosa más frágil que el recuerdo de los favores recibidos: por lo tanto, con más fundamento puede esperarse algo de aquellos que, por reunir ciertos requisitos, no os pueden fallar, que de aquellos que habéis beneficiado. Estos últimos olvidan con frecuencia los favores recibidos, o los minimizan, considerando incluso que les fueron hechos casi por obligación.
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No es posible urdir conjuras sin el concurso de los otros, lo cual es peligroso. Por ser la mayor parte de los hombres perversos e imprudentes, se corre demasiado riesgo al acompañarse de personas de tal índole.
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Al igual que todos los hombres, yo he deseado honores y lucro. Y los he obtenido muchas veces por encima de lo que había deseado y esperado. No obstante, jamás he hallado en ello la satisfacción que imaginé. Considerándolo bien, ésta podría ser una razón poderosa para alejar a los hombres de su vana codicia.
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No hay que creer en aquellos que aseguran haber dejado los asuntos y las grandezas por su propia voluntad y por amor a la quietud, porque, generalmente, la razón no es otra que la ligereza o la necesidad. La experiencia enseña que casi todos ellos, al ofrecérseles la más leve oportunidad devolver a la vida de antes, abandonan al punto la tan alabada quietud y se arrojan de nuevo a la vida anterior con la misma prisa que el fuego consume los materiales grasos o resecos.
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La inteligencia superior al término medio es dada a los hombres para su infelicidad y tormento: porque sólo les sirve para tenerlos en muchas fatigas y ansiedades que no conocen los mediocres.
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Todo lo que ha sido en el pasado y es en el presente, será también en el futuro; sólo cambian los nombres y las apariencias de las cosas, y quien carece de buena vista no sabe reconocerlas ni formarse juicio por medíó de tal observación.
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Para ponerse asalvo de un tirano cruel y bestial no hay regla ni medicina que valga, excepto la que aconseja la peste: huir de él lo más lejos y lo más pronto posible.
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Es cosa deseable no nacer subdito; sin embargo, es preferible serlo de príncipe que de república, porque ésta oprime a todos los súbditos y no comparte su grandeza sino con los ciudadanos. El príncipe es más imparcial con todos y tiene por súbdito lo mismo al uno que al otro, y todo el mundo puede esperar algún beneficio o ser empleado por él.
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No hay cosa más grande y más deseable para los hombres que viven en este mundo, que ver al enemigo postrado a sus pies y siervo de su voluntad; y esta gloría es doble para quien la ejecuta con destreza, es decir, siendo clemente y bastándole con haber vencido.