Agricola y la filosofía del humanismo



La pésima opinión que tenía Hegel acerca de la relevancia teórica de la literatura filosófica del Renacimiento se inscribía en el desdén general que los filósofos modernos, desde Descartes en adelante, sentían hacia la tradición humanista. En Agricola convergen dos líneas principales que, en esencia, eluden la condición especulativa de la filosofía. La piedad cristiana de los Hermanos de la Vida Común, bajo cuya égida se formó durante su juventud, coincidía perfectamente con su respecto hacia la filosofía popular romana revitalizada por humanistas italianos como Valla, el cual enfatizaba la dimensión moral y vital de la filosofía por encima de la metafísica. Agricola y sus colegas literarios fueron como ingenieros mentales que permanecieran de pie, asombrados, ante las grandes pirámides de los constructores de sistemas, si bien ellos mismos se contentasen con dar forma a artefactos que tuviesen una aplicación práctica más directa. Esta decisión en modo alguna implicaba una pérdida de fe en la razón humana, pues Agricola compartía el respeto por la capacidad racional del hombre y la grandeza de su espíritu que caracteriza la tradición cristiana occidental. “Qué enorme, qué inmenso, qué increíble es el poder de la mente humana, para la cual no hay casi nada imposible, excepto para lo que no desea acometer”, exclamó con gran fervor. Del mismo modo que en el mundo inanimado se detecta una disposición ascensional, desde lo más simple a lo más complejo, Agricola afirma que Dios, como supremo hacedor, ha dispuesto una estructura similar en el orbe que la mente humana puede detectar y describir. Sin una comprensión abarcadora del diseño maestro de la nueva estructura del ser, Agricola estaba construyendo sobre viejos cimientos con piedras procedentes de las ruinas clásicas. Ya Quintiliano había loado con gran elocuencia las inmensas capacidades de la razón humana, incidiendo en la dimensión práctica de la misma. Agricola seguía su estela.

La retórica proporciona la nueva llave para la filosofía, tal y como la entiende Agricola. Se detecta en su pensamiento un esfuerzo por colocar el lenguaje en la base filosófica de la realidad, al estilo de Vico. Para Aristóteles, la retórica representaba la aplicación de la lógica al carácter y sentimientos de la audiencia. En un primer análisis, tomando como guía sus propias definiciones, Agricola consideraba la retórica meramente como el arte de componer discursos ornamentados, mientras que la dialéctica consistía en el modo de pronunciar dicho discurso de un modo creíble. Sin embargo, un estudio más detallado nos muestra que, para él, la lógica ya no se reduce a la mera lógica, sino a la dialéctica y la retórica al servicio de la palabra, oral y escrita. Este desarrollo se conoce con el nombre de “nueva retórica” o, si nos centramos en la desembocadura del proceso, “nueva filología”.

Los humanistas italianos redescubrieron la antigua definición de hombre como ζωον λόγον εχον, un ser vivo con la capacidad de hablar. Así pues, el lenguaje era el medio indispensable para los studia humanitatis. Las lenguas clásicas no eran simplemente herramientas para adquirir más información, sino una suerte de existencialismo filológico que permitía desplegar la esencia del hombre de alta cultura. La cultura antigua era algo que debía ser experimentado, no meramente conocido. La tarea de la filología consistía en llegar, mediante el estudio de los textos, a la comprensión objetiva de la esencia del hombre, no meramente en un sentido intelectual o racional, como una fase del pensamiento, sino a través de una aprehensión directa del amplio espectro de capacidades humanas. La tarea de la nueva retórica consistía en comunicar esta experiencia verdadera de los sentidos del hombre y hacerla asequible para los demás. A pesar que su altura intelectual no alcance la de un Bruni o un Valla, Agricola permanece en esta línea de desarrollo.

Dentro de este amplio concepto de filosofía, Agricola, al igual que sus precedesores y que los humanistas italianos, pone el énfasis especialmente en el amor por la sabiduría en el sentido radical de la palabra “filosofía”, en la centralidad de la virtud y en el dominio de un espectro enciclopédico de conocimiento. En su De libero arbitrio, San Agustín, para quien el Hortensius de Cicerón resultó decisivo, escribe: “Una cosa es ser racional, y otra ser sabio”. Aunque existen numerosos precedentes en la Cristiandad que avalan esta misma distinción, fueron los apóstoles antiguos de la elocuencia, Cicerón y Quintiliano, quienes, en cooperación con Séneca, le imprimieron al concepto de sabiduría una formulación especial. Para Quintiliano, la tarea principal consistía, más que en hablar bien, en el desarrollo de esas cualidades intelecturales y éticas que hacen del hombre un ser sapiens et loquens al mismo tiempo. La expresión clásica más lograda de la sabiduría ideal fue, sin embargo, la de Cicerón, quien en el De Officiis la definió como “el conocimiento de los asuntos humanos y divinos y de sus causas”. Agricola repitió esta definición verbalmente y, en parte, la integró en la estructura de su propio pensamiento

Extracto del libro Rodolfo Agricola, padre del humanismo alemán, publicado por Cypress Cultura en 2020.