Lorenzo Valla (nacido y muerto en Roma, 1406-1457) fue un humanista, orador, educador y filósofo italiano, considerado el pionero de la crítica histórica y filosófica. Fue conocido en su tiempo por su demostración de que la Donación de Constantino, documento mediante el que el papado se arrogaba el dominio de extensos territorios de Occidente, era una falsificación. En el terreno de la filología bíblica, su aportación máxima fueron los comentarios al Nuevo Testamento, que serían la base de la crítica textual de humanistas posteriores como Erasmo de Róterdam. Otro aspecto por el que fue relevante es su redacción de una nueva gramática latina, las Elegancias de la lengua latina (De elegantia linguae latinae), que superaba las gramáticas medievales y enseñaba un latín clásico de gran corrección y elegancia. Reproducimos el primer prólogo de esta obra fundamental en la historia del Renacimiento, en el cual enfatiza el valor del latín como lengua de cultura, y la necesidad de recuperarlo en la plenitud de sus atributos para facilitar la resurrección de la gloria de Italia y de la humanidad.
Cuando me detengo a contemplar, como me sucede con frecuencia, las hazañas de nuestros antepasados, ya sean realizadas por los reyes o por el pueblo, me parece que nuestros compatriotas han superado al resto, no solo por la amplitud de sus dominios, sino también por la difusión de la lengua. Pues, efectivamente, los persas, los medos, los asirios, los griegos y muchos otros han hecho conquistas a lo largo y ancho; algunos imperios, aunque menores en tamaño al de los romanos, consta que perduraron durante mucho más tiempo. Sin embargo, ninguno extendió su propia lengua como los romanos, quienes, dejando de lado aquellas tierras italianas llamadas antaño Magna Grecia, Sicilia (perteneciente también a esa región) y la península itálica entera, en breve espacio hicieron la lengua de Roma —llamada latina por el Lacio, donde está Roma— célebre y poco menos que reina por casi todo el occidente, en las regiones septentrionales y en parte no pequeña de Africa. Por lo que respecta a las provincias, las ofrecieron a los hombres como óptima cosecha de la que sacar simiente; fue este un acto mucho más preclaro y espléndido que la propia constitución del imperio. Ciertamente, quienes acrecientan el imperio suelen recibir grandes honores y se les da el nombre de emperadores; mas los que aportan algún beneficio a los hombres deberían ser celebrados con elogios dignos, no ya de los hombres, sino más bien de los dioses, porque han actuado no solo en favor de la grandeza y la gloria de su propia ciudad, sino del provecho y el bienestar de la humanidad entera. Así como nuestros mayores superaron a todos los demás en la gloria militar y en otras muchas cosas, en la difusión de la lengua se superaron a sí mismos; tanto, que casi abandonado el imperio terrenal, se unieron en el cielo a la asamblea de los dioses. ¿Acaso se considera que mientras Ceres por descubrir el trigo, Baco el vino, Minerva el aceite, y muchos otros por realizar descubrimientos semejantes en beneficio del género humano son merecedores de un lugar entre los dioses, es menor mérito haber hecho llegar a todas las naciones la lengua latina, mies óptima y verdaderamente divina, alimento no del cuerpo sino del espíritu? Esta fue la que formó a aquellas gentes y a todos los pueblos en las artes que llaman liberales; esta la que instruyó las mejores leyes; esta la que abrió camino a la sabiduría; en fin, fue esta la que impidió que se les siguiera llamando bárbaros. Por consiguiente, ¿quién que sea un juez justo no antepondrá a aquellos que alcanzaron la fama en el cultivo de las letras a quienes lo hicieron llevando a cabo espantosas guerras? De estos dirás que su comportamiento fue digno de un rey; mas dirás con toda justicia que son divinos aquellos otros, los cuales no se limitaron, como es humano, a acrecentar la república y la majestad del pueblo romano, sino que a manera de dioses buscaron el bien de todo el orbe. Tanto más cuanto que quienes aceptaban nuestro dominio, perdían el suyo y, lo que resulta más amargo, se veían despojados de su libertad, aunque quizás no se sentían agraviados por ello: comprendían que la lengua latina no iba en detrimento de la suya; al contrario, de alguna manera la mejoraba, de igual forma que descubrir el vino no significa dejar el agua, ni la seda la lana y el lino, ni el oro rechazar la posesión de otros metales, sino que descubrir estos nuevos materiales supone un incremento para los otros bienes. Así como una gema no afea el anillo de oro en que está engastada, sino que lo adorna, de igual modo nuestra lengua aporta esplendor a las lenguas vernáculas, no se lo resta. Y no impone su dominio con las armas, ni con la crueldad, ni con la guerra, sino con el bien, el amor y la concordia.
Por lo que se puede conjeturar, la raíz, por así decirlo, de este hecho se encuentra en lo siguiente: primeramente, en que nuestros mayores cultivaban maravillosamente todo tipo de estudios, de modo que en verdad nadie destacaba en las armas a menos que primero sobresaliera en las letras, lo cual no era precisamente pequeño estímulo para la emulación en una y otra disciplina. En segundo lugar, ofrecían premios realmente eminentes a quienes profesaban las letras. Por último, exhortaban a todos los ciudadanos de la provincia a hablar latín tanto en las provincias como cuando se hallaban en Roma.
Para qué decir más; con esto baste a propósito de la comparación entre la lengua latina y el imperio romano. De éste se deshicieron hace ya tiempo las gentes y las naciones como de pesada carga; a aquella la han considerado más suave que cualquier néctar, más brillante que cualquier seda, más preciosa que el oro y que todas las piedras preciosas, conservándola entre ellos casi como un dios bajado del cielo. Grande es, por tanto, el sacramento de la lengua latina; grande es sin duda el espíritu divino que ha hecho que los extranjeros, los bárbaros, los enemigos la custodien con pía religiosidad a lo largo de los siglos, de modo que no debe ser motivo de pesadumbre, sino de alegría para nosotros, los romanos, como también de que nos gloriemos ante el orbe entero que nos escucha.
Perdimos Roma, perdimos el imperio y el poder; y, sin embargo, no fue por culpa nuestra, sino del tiempo, aunque cierto es que con este espléndido dominio continuamos reinando en gran parte del mundo. Nuestra es Italia, nuestra la Galia, nuestra Hispania, Germania, Panonia, Dalmacia, Ilírico y muchas otras naciones: allí donde estuvo el imperio romano domina la lengua latina. ¡Que vengan ahora los griegos a jactarse de su abundancia de lenguas! Más vale la nuestra siendo una sola, aunque pobre —según algunos quieren—, que cinco de las suyas, de una gran riqueza si hemos de creerles. Muchos pueblos tienen, como casi única ley, la lengua de Roma; en Grecia, siendo una, lo que resulta vergonzoso, no hay una sola lengua, sino muchas, tantas como facciones en una república. Los extranjeros convienen con nosotros en la lengua; los griegos no pueden ponerse de acuerdo entre ellos sin que tengan la esperanza de convencer al otro de que hable en su lengua. Sus escritores se expresan en modalidades diferentes: en ático, en eólico, en jónico, en dórico, en una koiné, los nuestros —es decir, los de muchas naciones— no hablan sino latín. En esta lengua se tratan todas las disciplinas dignas de un hombre libre, que los griegos, en cambio, exponen en multitud de lenguas. ¿Y quién ignora que los estudios y las disciplinas florecen cuando la lengua posee vigor y se marchitan cuando aquella decae? ¿Quiénes han sido en verdad los filósofos, los oradores, los juristas y, finalmente, los escritores más destacados sino aquellos que se esforzaron al máximo en expresarse correctamente?
Pero el dolor me impide añadir más y me lacera y me empuja al llanto, viendo desde qué altura y cuán bajo ha caído la facultad de la lengua. ¿Qué literato, qué amante del bien común refrenará las lágrimas viéndola en el mismo estado en el que un día estuvo Roma ocupada por los galos? Todo saqueado, incendiado, asolado, apenas permanece en pie el Capitolio. Hace ya siglos que no sólo no se habla latín, sino que para colmo casi no se comprende leído. Como resultado, los estudiosos de la filosofía no entienden a los filósofos, los abogados a los oradores, los leguleyos a los jurisconsultos, y los restantes lectores no han entendido ni entienden los libros de la Antigüedad, como si tras la caída del imperio romano ya no fuera apropiado ni hablar ni saber latín, dejando que el descuido y la herrumbre apaguen aquel esplendor de la latinidad.
Los hombres prudentes han hallado diversas explicaciones para este hecho, sobre las que yo no me atrevo a pronunciarme claramente acerca de si son las adecuadas o no; ni tampoco sobre por qué razón las artes que están próximas a las liberales, como la pintura, la escultura y la arquitectura, después de haber sufrido un declive tan prolongado que parecían casi tan muertas como las mismas letras, ahora remontan y renacen, y si florecerá una cosecha tan abundante de obras artísticas como de hombres de letras. Ciertamente, tanto cuanto fue infeliz el tiempo pasado, en el que apenas se encontraba un hombre docto, tanto más debemos congratulamos de nuestra época, en la cual, con un poco más de esfuerzo, confío en que pronto restauraremos la lengua de Roma mejor aún que la ciudad, y con ella todas las disciplinas. Por ello, por mi amor a la patria, que se extiende a la humanidad entera, y por la magnitud de la empresa, quiero exhortar y convocar en voz alta a la comunidad de los estudiosos de la elocuencia y, como suele decirse, tocar a batalla. ¿Hasta cuándo, oh ciudadanos romanos (así llamo a los literatos y a los que cultivan la lengua latina, porque ellos solos y verdaderamente son quirites, verdaderos poseedores de la ciudadanía; los demás, en todo caso, habría que llamarlos mejor emigrantes), hasta cuándo, digo, oh quirites, dejaréis en mano de los galos vuestra ciudad, a la que no llamaré sede del imperio, mas sí madre de las letras? Es decir, ¿hasta cuándo permitiréis que la latinidad permanezca oprimida por la barbarie? ¿Hasta cuándo asistiréis con ojos indiferentes y casi impíos a esta completa profanación? ¿Hasta que no queden ya sino los restos de los cimientos? Alguno de vosotros escribe libros de historia: eso es como residir en Veyo. Otro traduce del griego: eso es como vivir en Ardea. Otro compone oraciones, otro poemas: eso es defender el Capitolio y la ciudadela. Empresas ilustres, cierto, y merecedoras de no pocos elogios, pero de este modo no se expulsa al enemigo, no se libera a la patria. Camilo es quien ha de ser imitado; el que, como dice Virgilio, devuelva las insignias a la patria, restableciéndola. Su valor sobrepasa tanto al de los demás que sin él no podrían salvarse los defensores del Capitolio, Ardea o Veyo. Así ocurre ahora, y los restantes escritores se verán no poco socorridos por aquel que componga alguna cosa en latín.
Yo, en lo que me toca, imitaré a Camilo. El me da ejemplo: reuniré cuantas fuerzas tenga para formar un ejército al que guiaré contra el enemigo tan pronto como pueda; yo marcharé en primera fila para animaros. Luchemos, os lo ruego, en este honorabilísimo y bellísimo combate; y hagámoslo para rescatar a la patria de los enemigos, pero también para ver quién sobrepuja a Camilo en la batalla. Bien difícil resulta, es verdad, destacar como él destaca, en mi opinión el mayor de todos los generales, llamado con toda justicia el segundo fundador de Roma desde Rómulo. Esforcémonos cuantos podamos en esta empresa, para que al menos entre muchos consigamos lo que uno solo logró. Con todo, deberá llamarse legítima y verdaderamente Camilo quien la lleve a cabo con éxito. De mí solo puedo afirmar que, como no creo que llegue a alcanzar tal meta, he escogido la parte más difícil y la región más árida con el fin de impulsar a los demás a que persigan esta tarea con mayor ligereza. Así pues, estos libros no contendrán nada de lo que los restantes autores han tratado, al menos aquellos que nos han llegado hasta ahora. Y con esos buenos augurios, demos comienzo a nuestra obra.