Ficino: la vida y los cuerpos celestes


Conocido sobre todo por su libro acerca del amor, por sus comentarios a Platón, por sus cartas y por su filosofía neoplatónica, Marsilio Ficino (1433-1499) fue, además, uno de los más preclaros representantes de cierta fase del humanismo, llamémosla ecléctica (en la cual destacó, asimismo, Pico della Mirandola), durante la cual la frontera entre los saberes era bastante borrosa, de manera que los autores se adentraban con soltura en ámbitos que no manejaban técnicamente, pero a los cuales creían poder realizar aportaciones valiosas. En el caso que nos ocupa, el libro De triplici vita, este consiste en tres volúmenes más o menos independientes entre sí: De vita sana (Sobre la vida sana), dedicado al mecenas de Ficino, Lorenzo el Magnífico y destinado a ayudar a los eruditos a alcanzar una vida saludable a través de una dieta y hábitos adecuados; De vita longa (Sobre la vida larga), que Ficino dedica a Filippo Valori, un notable florentino y el protegido de Lorenzo, en el que ofrece un consejo similar para los ancianos; y De vita coelitus comparanda (Sobre la obtención de la vida de los cielos), en el cual reflexiona acerca de la posibilidad de que la Tierra tome energía de los objetos celestes. De este último tomo extraemos un fragmento, a modo de ilustración del peculiar método utilizado por el autor, donde el rigor conceptual que progresivamente se irá imponiendo en el ámbito de los saberes brillaba todavía por su ausencia.

Si en el mundo hubiera tan sólo estas dos cosas, por un lado el entendimiento y por otro el cuerpo, pero faltara el alma, entonces ni el entendimiento sería atraído hacia el cuerpo -de hecho el entendimiento es totalmente inmóvil y privado de afecto, es el principio del movimiento y está además muy alejado del cuerpo- ni el cuerpo sería atraído hacia el entendimiento, porque está muy alejado de él y es, además, inepto e incapaz de moverse por sí mismo. Pero si se pone en medio el alma, que tiene conformidad con ambos, brotará fácilmente una atracción recíproca entre la una y la otra parte. En primer lugar, el alma se mueve con mayor facilidad que todas las demás cosas, porque es el primer móvil y lo es por sí y espontáneamente. Además, siendo (como he dicho), intermedia entre las cosas, contiene a su modo en sí la realidad total y está cercana, según una proporción [es decir, como medio proporcional, en una proporción] a ambas partes. Por eso concuerda con todas las cosas, incluidas aquellas que distan entre sí, pero no de ella. Aparte el hecho cierto de que por un lado es conforme con las realidades divinas y por otro con las caducas y que se dirige a ambas con afecto, está además, y al mismo  Tiempo, toda entera en todas y cada una de las partes.

A esto se añade que el alma del mundo tiene en sí, por poder divino, las razones seminales de las cosas8, al menos cuantas son las ideas en la mente divina, y por medio de estas razones fabrica otras tantas especies en la materia. Por eso todas y cada una de las especies se corresponden -a través de su razón seminal- con su idea propia y pueden asimismo, por medio de dicha razón seminal, recibir fácilmente algo de la idea, puesto que ha sido realizada por medio de la razón seminal justamente a partir de la idea. Por consiguiente, si alguna vez degenera y se aleja de su forma propia, puede adquirirla de nuevo por medio de la razón, que es el intermediario cercano a ella, y así, también por medio de este mismo intermediario puede adquirir de nuevo y sin dificultad su forma originaria. Y, ciertamente, si a una especie de cosas o a un individuo de esta especie se les acercan del modo debido muchas cosas dispersas, pero conformes con la misma idea, al punto se transfiere de la idea a esta materia así adecuadamente preparada un don singular, justamente por medio de la razón  Seminal del alma. En realidad, el que es llevado no es el entendimiento en sí, sino el alma. Nadie crea, pues, que con unas determinadas materias del mundo pueden atraerse unas determinadas divinidades (numina) enteramente separadas de la materia; se atraen, más bien, los demonios y los dones del mundo animado y de las estrellas vivientes. Ni tampoco se maraville nadie de que el alma pueda ser como seducida por las realidades materiales, dado que ha sido ella la que ha hecho conformes a sí misma los alicientes por los que se siente atraída y en los que se encuentra a gusto. Ni hay en todo el universo viviente nada tan deforme que no tenga cerca de sí un alma y no encierre en sí también el don del alma. A las correspondencias de formas de este tipo con las razones del alma del mundo les aplica Zoroastro el nombre de seductoras divinas, y Sinesio confirmó que se trataba de alicientes mágicos.

Nadie, en fin, crea que puede sacar y reunir en una concreta y particular especie de materia y en un tiempo determinado todos los dones que proceden del alma sino tan sólo -y solamente en el momento oportunos de la razón seminal a partir de la cual se ha desarrollado aquella especie y los de las razones seminales parecidas. Vemos así que el hombre, sirviéndose únicamente de medios humanos, no intenta recabar para sí las características propias de los peces o de las aves, sino tan sólo las humanas y las parecidas a éstas. Y pasando a las cosas que se refieren a un astro o a un demonio particulares, padece la influencia propia de este astro o de este demonio al modo como la leña empapada de azufre acoge en sí la llama, dondequiera se encuentre. Y este influjo lo padece no sólo a través de los rayos de la estrella y del demonio, sino también a través del alma misma del mundo, presente por doquier, en la que vive y tiene fuerza la razón de todo astro y de todo demonio, razón por una parte seminal, vertida hacia la generación, y por otra parte ejemplar, vertida hacia el conocimiento.

Fue, en efecto, este alma, según los platónicos más antiguos, la que construyó con sus razones en el cielo, además de todas las estrellas, figuras y partes de éstas, de tal modo que también ellas fueran, en cierto modo, figuras, y la que imprimió en todas estas figuras unas determinadas propiedades. Y así, en las estrellas -es decir, en sus figuras, sus partes y sus propiedades- están contenidas todas las especies de las cosas inferiores, junto con sus propiedades.