En un interesante texto, que puede ser leído en su integridad en este enlace, Pedro Ruiz Pérez incide, entre otros aspectos, en uno que se me antoja especialmente interesante: el del concepto de conciencia histórica, y por ende, de cambio cultural, que implica la base misma del Renacimiento, que es la recuperación, cuando no restauración, del legado clásico grecorromano. Reproducimos un fragmento de esta reflexión, traduciendo al castellano las citas que el autor conserva en italiano.
El desarrollo de la cultura renacentista, volcada casi por completo en su confrontación con una época pasada, pudo interpretarse de manera equivocada como una detención del progreso debida a la falta de sentido histórico de sus protagonistas, como Bruno señalaba refiriéndose a los hombres «de poca sal» que «han dicho que el propio mito de la antigüedad [...] significa la pérdida del sentido de la historia». Sin embargo, su verdadera significación es justamente la contraria, pues la clara consciencia de un valor antiguo y su relación con el momento presente no puede aparecer si no es íntimamente ligada a una nítida conciencia histórica, como la mostrada por el hombre del Renacimiento. Su manifestación más palpable sería el extraordinario vigor desarrollado por la arqueología, sólo comparable al empeño que los eruditos pusieron en la búsqueda de nuevos manuscritos, y que fomentó de modo considerable el profundo sentimiento del hombre renacentista ante las ruinas, con un componente melancólico nacido con la consciencia del paso del tiempo, ya anticipada por el contemptus mundi medieval, pero desprovisto ahora de los rasgos religiosos o morales.
La contemplación de las ruinas y los restos de la Antigüedad conservados le proporcionó asimismo al humanista una visión de la etapa anterior como la de aquélla en la que había desaparecido la portentosa creatividad clásica, junto con el interés por conservar sus manifestaciones. Tampoco en ello se alcanza una definición perfilada y un concepto claro y distinto de la época precedente, que iría unido a la consciencia de la propia época, pero sí nos encontramos en las obras renacentistas la crítica de las generaciones precedentes y la manifestación de la necesidad de un cambio, que los humanistas intentan conscientemente llevar a cabo. Que esta transformación vaya indisolublemente unida a un retorno a las fuentes en todos los terrenos de la cultura, de la gramática a la religión y de la filosofía a las ciencias naturales, no supone tanto una manifestación del deseo de imitar el mundo clásico, como un irresistible impulso de devolver, siguiendo los métodos desarrollados por la ciencia filológica, toda su verdad y pureza a los textos y autoridades sobre los que se basaban sus conocimientos y creencias, así como a los instrumentos lógicos, conceptuales y lingüísticos imprescindibles para desarrollarlos. El triunfo en este intento significaría el posible acceso a una nueva Edad de Oro, que no sería una repetición servil de la civilización grecolatina, sino la vuelta a unas cotas semejantes de perfección en la filosofía, la ciencia y el arte. El humanista era consciente de que este proyecto representaba un esfuerzo de recuperación, dado que la Antigüedad ya había conocido una Edad de Oro, degradada por los siglos posteriores hasta hacerla desaparecer casi por completo. Era, pues, necesario despertar de un largo sueño, pero reconocer esta necesidad, proyectar un nuevo comienzo, supone inevitablemente la aceptación de un final:
«El mito renacentista de la Antigüedad -afirma Eugenio Garin-, en el acto mismo de definirlo en sus caracteres, indica la muerte de lo antiguo. Por este motivo, entre la Antigüedad y la Edad Media no existe una ruptura, o en todo caso, sería de menor intensidad que la que se dio entre ésta y el Renacimiento; y es que sólo el Renacimiento, o mejor, la filología humanística, era plenamente consciente de dicha ruptura, la cual la Edad Media sin embargo había ido madurando hasta llevarla a la exasperación».
Para el hombre medieval nunca existió una consciencia clara de ruptura con la época anterior, sino que se sentía en todos los aspectos heredero de una tradición sin interrupciones, tal como Ernst Robert Curtius ha podido recomponerla. A través de sus más inmediatos predecesores, esta tradición ponía al hombre medieval en estrecha contigüidad con el mundo grecorromano, y de ahí que se pudiera incluir a Virgilio entre los profetas cristianos, se poblara de alusiones mitológicas la Chançon de Roland o a las iniciales invocaciones a la Trinidad siguieran unas citas de Catón y Aristóteles en el Libro de Buen Amor. El renacentista, por el contrario, sintió en toda su extensión la distancia que lo separaba de la antigüedad clásica, en la que contempla la perfección estética de un pasado lejano, de una edad áurea perdida con el transcurso del tiempo. Como señala Manuel Fernández Álvarez, «el Renacimiento no viene de la Antigüedad, sino que mira hacia la Antigüedad». Mientras la Edad Media ignoró la antigüedad por sentirla cercana, el renacimiento la exaltó en su lejanía. Frente a ella el renacentista no se sentía un continuador, sino un reinstaurador, capaz de recrear los fastos de una edad de oro perdida. De idéntica raíz era la pasión que lo empujaba a la reconstrucción del degenerado cristianismo por la vuelta a los orígenes. No en otra cosa consistieron los intentos paralelos de los humanistas y de los reformadores religiosos, empeñados unos en el establecimiento correcto de los textos originales y decididos los otros a despojar a la Iglesia de todos sus ritos innecesarios y reencontrar la pureza de los tiempos primitivos.
El intento no podía fructificar sin una separación de lo inmediatamente anterior, contemplado como la causa de la decadencia y el camino que debía evitar el nuevo proyecto. Inicialmente, esta oposición se manifestó como una crítica a los métodos utilizados por los medievales en las disciplinas específicas: la vacuidad de la lógica escolástica, el desfase de los programas educativos de las viejas universidades, la sumisión de la gramática latina a Ebrardos y Pastranas, la inexistencia de un verdadero método filológico en la transmisión textual, y todas aquellas pequeñas batallas que marcaron el surgimiento del humanismo. Pero esta visión crítica no podía mantenerse en un nivel epidérmico, por lo fragmentario, y rápidamente alcanzó a convertirse en un rechazo global del mundo del medioevo, al que se mira cada vez con mayor intensidad como una época clausurada, como una edad que se agosta y debe dejar paso a la nueva aventura humanista, un proyecto que supone la ruptura con un orden establecido y el inicio de un incierto camino hacia una nueva lectura del mundo: «[Estos nuevos lazos] indican el final de una segurida, el nacimiento de una búsqueda atormentada, en una dirección poco clara [...]; existe, además, una constante consciencia de la que tranquila seguridad de un universo familiar y doméstico, ordenado y acomodado a nuestras necesidades, se había perdido para siempre» (Garin). La consciencia de una recuperación frente a un período que se acaba era manifiesta y, como inevitable consecuencia, la de que a una edad que se cierra le ha de seguir otra que está comenzando a abrirse, la consciencia de encontrarse en un momento inicial.
Mucho más dependiente de la tradición medieval de lo que él mismo suponía y de lo que ha resaltado determinada historiografía, el hombre renacentista se define, con toda su época, más que por contenidos diferentes, por la aparición de un espíritu nuevo, de una nueva visión del hombre, del mundo y de sus relaciones mutuas; en definitiva, de una innovación de la forma. Con el mismo afán con que el humanista se empeñaba en restablecer la lectura correcta de los textos, toda la civilización renacentista se encaminaba a una nueva lectura del mundo. La filología humanista, componente esencial del Renacimiento y una de sus imágenes más características, se apunta como una de las causas determinantes de la conciencia de «renacimiento» y, por tanto, del Renacimiento mismo:
«En cualquier caso, sin duda fue una conquista de la investigación histórica actual haber percibido que el mito del renacer, de la nueva luz, y por tanto de la correlativa tiniebla, era el fruto de la polémica desatada por los humanistas contra la cultura de los siglos precedentes. Es indiscutible que los escritores del s. XV insistieron hasta la náusea en su rebelión contra una situación de barbarie, en aras de un resurgimiento de la humanitas».